De pequeño escuché una expresión similar de un profesor de dibujo al que adoraba y respetaba como probablemente no hice con casi ninguno del resto de los «maestros» que tuve, incluso en la Universidad, con excepción de Calera, Ruiz Rico y Vida Soria. Me refiero, claro está, al hecho de adorarlos, porque respeto creo ofrecí a todos, también a los que no se hacían acreedores a obtenerlo.
Se llamaba Francisco Megías. «Debemos cuidarnos de los que nos cuidan o protegen» y lo hacía extensivo a todos aquellos que por un motivo u otro disponían de autoridad o imperium sobre los demás. Este mensaje, liberal, me costó trabajo entender en su momento, aunque el tiempo -es decir, el rápido aleteo del calendario- y el espacio -es decir, la repetida y tediosa relación con el/los que mandan-, han explicado sobradamente aquella ininteligible expresión de Don Francisco.
Decía un pensador de principios del siglo XVIII -no es necesario ni relevante traer aqui su nombre- que la democracia significa que todo el mundo pueda expresar libremente lo que piensa y lo que quiere y el que manda hacer lo que le venga en gana. Con esto ya contamos. La participación de los ciudadanos en el negocio del Poder -incluyo este en sentido amplio no solo el que se ejerce desde las instituciones públicas- es una entelequia que resulta interesante exclusivamente como tema de debate -como todas las de su género-. Pero la realidad es bien distinta. En el fondo -no muy en el fondo- participar resulta incómodo, parece que va en contra del principio de la mayor felicidad. Se prefiere más recibir órdenes y analizar las resoluciones de los otros, que formar parte en el seno de la propia orden o resolución.
El problema surge cuando esta tendencia del «dejar hacer» es utilizada -mal utilizada- o aprovechada por el poder para abusar hasta el extremo de poner en riesgo la propia seguridad de los que confían en el «buen hacer» de los apoderados.
Es costumbre ver a los agentes de la «autoridad» despreciar cualquier norma de convivencia cuando se trata de ser cumplida por ellos. Les ampara, parece ser, el uniforme, las armas, en definitiva, el imperium. Aunque también, parece ser, que cuando éstos actúan con el uniforme de cualquier ciudadano -es decir, tergal puro y duro, vaqueros o similar-, denominado «de a pie» disponen de ciertos privilegios o eximentes -protección corporativa o algo así- que les permite desafiar el orden establecido en aras a que dicho «orden» es hermano del que ellos ejercen cuando visten el uniforme de marras. Pa que nos entendamos, los miembros de los diferentes cuerpos se tapan unos a otros para la comisión de faltas administrativas cuando son perpetradas estando «de a pie».
Ayer mismo, presencié la colocación de un vehículo de la Policía Nacional en una acera de forma que ésta era imposible ser transitada cómodamente por los ciudadanos e imposible por carritos de niños, de minusválidos o similares. Pero los privilegiados agentes uniformados no estaban ejerciendo funciones propias de su sexo, simplemente -también son humanos- habían aparcado para comprarse algunos dulces que hicieran más llevadero su arduo trabajo. El día anterior, la Policia Local, desde su flamante vehículo -ni siquiera a la interperie, faltaría más- apuntaban la matrícula de un vehículo mal estacionado pero que no perjudicaba a transeúntes o a otros conductores. Ahora eso sí, los de uniforme colocaron su vehículo también en sitio prohibido, obstaculizando la salida de vehículos de una cochera y el paso de los peatones que tuvimos que dar un pequeño rodeo. Para más detalles, el vehículo privado era una pequeña furgoneta de trabajo estacionada frente a un local del que salió inmediatamente el conductor que estaba realizando su trabajo. No puedo asegurarlo de forma absoluta, pero creo que aquello no duró más de dos minutos. Tampoco puedo asegurar si los policías terminaron de redactar su multa sin cumplir con los requisitos mínimos exigidos por el procedimiento sancionador, pero no es el primero ni por lo visto el último ciudadano o ciudadana -entre los que me incluyo- que reciben multas sin haber dejado constancia de la misma o sin levantar acta junto al teórico infractor pudiendo hacerlo. Imaginen el poder tan desmesurado que se deposita en estos funcionarios que sin más prueba y comprobación apuntan a diestro y siniestro las infracciones de los ciudadanos. Eso si, habría que comprobar cuántos de éstos son miembros de otras fuerzas del «orden» tanto cuando lo ejercen inapropiadamente -como el caso referido antes- como cuando actúan como cualquier otro «ciudadano de a pie».
Pero a pesar de todo ello, a lo que parece ser nos vamos acostumbrando y, lo que es peor, aceptando y, de paso, incrementando las arcas públicas, que entre la crisis y la falta de imaginación de nuestros gobernantes, están muy debilitadas, a pesar de ello, como vengo exponiendo, lo que resulta inaceptable es que estos jóvenes uniformados actúen con actitudes chulescas, coactivas y maleducadas con nuestros hijo e hijas.
Hace pocas noches un grupo de jovencitos y jovencitas -en torno a los 15 o 16 años de edad- fueron agredidos y amenazados verbalmente por agentes de la Policía Nacional. Aquellos ocupaban de forma pacífica y sonrientes -por lo visto demasiado- un banco de la céntrica Plaza de las Palmeras. Un policía a pie -no de a pie- cruzó delante de ellos y ante su aparente informalidad -y probablemente por ir solo- los jóvenes dudaban de si era o no policía. Alguno o alguna comentó que lleva puesto en la espalda el distintivo de «policía» , a lo que otro indicó a lo mejor es un disfraz. Estos son los hechos, puede que con algún comentario más jocoso.
Nuestros funcionarios, preparados para luchar contra el delito, cogen su vehículo, transitan en dirección prohibida -dentro iba el policía del supuesto disfraz y otro compañero- y se dirigen a los muchachos y muchachas congregados aún en el mismo banco de la placeta. Y formulan a éstos, desde el vehículo, la siguiente pregunta: «¿sabéis donde hay una tienda de disfraces por aquí, es que nos vamos a disfrazar de otra cosa…?». Se van y al poco vuelven, esta vez por dirección correcta, se dirigen nuevamente a los peligrosos e ingenuos delincuentes, que continúan en el lugar del crimen, y les indican que están «hasta los cojones de ellos» ¿?, que les van a imponer a cada uno una multa de 500 euros, pero claro, luego vendrá el papaito y la pagará y lindezas por el estilo. Cuando alguna de las congregadas, consciente del abuso de autoridad, les inquiere manifestando que están sin hacer nada malo o algo parecido, aquellos casi la emprenden con los muchachos. ¡Que lástima que realmente no hubiesen llevado a cabo alguna de las facultades que la Ley pone en sus irresponsables manos¡.
Quién ampara a nuestros hijos de los que debieran tener como primera obligación protegerlos? Quién nos protege a todos de las practicas abusivas, intolerantes, bravuconas y chulescas, de los que debieran protegernos, precisamente y entre otras, de tales prácticas?
Poner en manos de jóvenes inexpertos un exagerado poder, sin la debida formación profesional y personal, dice poco de los que entregan ese desmesurado poder. No culpo o por lo menos no culpo sólo a los noveles ejercientes, sino a los que desde el sillón o el despacho, deciden otorgar el poder sin la más mínima consideración de a quien se lo entregan. A lo mejor ellos, los intermedios, tampoco tienen la preparación, los conocimientos, las capacidades etc, necesarias, para administrar las facultades coercitivas y legítimas del Estado en su conjunto.
Pues vale, estaremos ojo avizor y no deberíamos dejar pasar ni una. Si desde arriba se descompone la democracia en algo tan esencial como es el buen uso de la fuerza, habrá que imponerla desde abajo.