RELATOS DE LA HISTORIA DE MOTRIL

PALUDISMO EN MOTRIL EN EL VERANO DE 1843

MANOLO DOMÍNGUEZ -Historiador-

Cuando allá por la década de los veinte del siglo XVIII se empezaban a apagar los ecos de la última gran peste que, desde Marsella, asoló las tierras del occidente europeo, las gentes de las riberas del Mediterráneo volvieron sus miradas hacia otras enfermedades, no por cotidianas menos importantes, que, conjurado el terrible mal que tantas víctimas se había cobrado desde la Edad Media, comenzaban a “emerger” y adquirir una dimensión hasta entonces desconocida. Y entre ellas, el paludismo o malaria (llamado fiebres tercianas) ocuparía un espacio y significación especial.

Enfermedad propia del medio, las tercianas estaban estrechamente vinculadas a la vida cotidiana del campesinado. De ahí que sus efectos, al ser bien conocidos y esperados verano tras verano, se asumían sin grandes perturbaciones con una mezcla de fatalismo y resignación. Y aunque habitualmente no provocaran crisis demográficas de gran calado, su alto poder invalidante deparaba consecuencias muy negativas desde el punto de vista económico, al coincidir sus embates con los períodos de recogida de diferentes cosechas.

Hoy en día sabemos que el paludismo o fiebres tercianas es una enfermedad infecciosa producida por un parásito –plasmodium– que vive en la sangre, que precisa de una temperatura relativamente elevada para desarrollarse y que transmite la hembra del mosquito anopheles. Pero durante el siglo XVIII esto se ignoraba y, por ello, circulaban diferentes teorías acerca de su etiología. Había quien sostenía que las fiebres eran producto de las alteraciones climáticas anuales; otros atribuían el mal a la corrupción de las aguas empantanadas, afirmando que de ellas se desprendían fluidos que circulaban libremente por el aire y que como consecuencia del calor estival, se introducían en el organismo humano y ocasionaban las fiebres. De ahí que propusiera el desagüe y colmatación de las lagunas y áreas pantanosas como la solución más eficaz para conjurar el problema.

A partir de aquí los científicos de la Edad Moderna vincularían la aparición del paludismo tanto a la expansión de los cultivos arroceros como a la proliferación de áreas pantanosas y encharcadas.

No obstante ello, durante el último cuarto del siglo XVIII las fiebres desbordaron su habitual marco territorial, circunscrito a las tierras valencianas y murcianas, para expandirse por Cataluña, Aragón, La Mancha, Castilla la Nueva, Andalucía y Extremadura durante varios años incrementando, además y de manera alarmante, el número de muertes. Y es que el carácter endémico y recurrente de las fiebres tercianas, esa certeza de que aparecerían invariablemente cada verano, estaba tan asumido por la sociedad del momento que su pulso casi no llegaba a alterarse por ello. Aunque luego las consecuencias fueran terribles.

LA VEGA DEL GUADALFEO, CUYO BORDE SUR PERMANECIÓ PANTANOSO DURANTE SIGLOS Y QUE FUE EL ORIGEN DEL ENDÉMICO PALUDISMO EN MOTRIL

En Motril tenemos datos de la aparición de fiebres tercianas desde mediados del siglo XVIII y documentos de la época citan la aparición de epidemias palúdicas en 1751 1763, 1785, 1792, 1793 y que los médicos de la época culpaban a las zonas empantanadas del sur de la vega y del Jaúl y a que se había introducido el cultivo del arroz en algunos pagos inundados por el río Guadalfeo. Desde estas fechas el paludismo se hace endémico en nuestra ciudad y todos los veranos las fiebres se hacían presentes causando un gran número de enfermos y bastantes fallecimientos.

En el verano de 1843, desde mediados de julio, empiezan a darse, igual que en otros años, los primeros casos de fiebres tercianas, pero con el paso de los días el número de enfermos aumenta considerablemente. Los médicos motrileños Rafael Saló, José Carmona y Francisco Javier Pintor atribuyen el aumento extraordinario de enfermos a las anormales altas temperaturas, a las zonas encharcadas de la vega, al cultivo de arroz y al viento sur que traía nocivos efluvios desde los pantanos. El paludismo empezaba a dejarse sentir con inusitada intensidad en Motril.

Los motrileños empezaron a alarmarse al difundirse los rumores de la existencia de gran número de enfermos en los barrios más pobres y al ver el Viático incesantemente por las calles y oír el sonido constante de la campana de la Iglesia Mayor que tocaba a entierro.

A fines de agosto ya había 1.774 enfermos y para el 24 de septiembre 2.369 de una población total de unos 10.000 habitantes.

Las zonas más afectadas eran las más próximas a la vega: barrio de San Francisco, sur del Camino de las Cañas, placeta de Panaderos, callejas de Casado, Horno Nuevo, placeta de la Victoria, Zapateros, Espaderos, placeta y calle de Castil de Ferro, Cerrajón. Marjalillo y barrio de Capuchinos, donde todos sus vecinos, con muy pocas excepciones, se hallaban sufriendo estas calenturas, con casas donde estaban enfermos la mayor parte de sus habitantes y familias en que todos sus miembros estaban atacados por la epidemia.

Además, en los barrios de las Monjas, Esparraguera, Posta y diseminados por todo Motril había también muchos casos, afirmando los médicos que una séptima parte de los motrileños padecían estas fiebres intermitentes.

De nuevo, como habían hecho a lo largo de siglos, y ante la ineficacia de la Medicina, se recurrió a la ayuda divina con novenas, rezos, vía crucis y trayéndose a la Virgen de la Cabeza a la Iglesia Mayor, para ser llevada a su ermita el día 15 de septiembre en una solemne y multitudinaria procesión acompañada con la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno que, como en los terremotos de 1804, bendijo la ciudad  y su vega desde las alturas del Cerro.

Con las primeras lluvias de octubre y el enfriamiento de las temperaturas, el brote epidémico comenzó a remitir, dándose por terminada la epidemia y declarada la salud de la ciudad el día 17 de este mes. El paludismo había producido 164 victimas en los 78 días que duró el contagio.

Pero quizá no transcurrieran muchos veranos antes de que se dejara sentir nuevamente la sombría presencia de las temidas fiebres, siempre amenazantes y prestas a cumplir con su cita dolorosa. El carácter endémico y recurrente de las tercianas quedaba así de manifiesto, especialmente entre aquellos sectores de la población que, por ubicación geográfica y condición social, estaban más expuestos a la perniciosa picadura del mosquito transmisor de la enfermedad. Mientras tanto, las autoridades públicas, carentes de un sistema preventivo eficaz debido -entre otras razones- al excesivo costo que a menudo requería, tampoco parece que reaccionaran siempre con la diligencia que aconsejaba la ocasión. Especialmente allí donde la frecuente visita del mal hacía más difícil predecir la gravedad de cada nuevo embate.

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