En la tarde del pasado día 15, bajo el patrocinio de la Unione delle Camere Penali Italiane y en los locales de la Cámara de Comercio de Roma tuvo lugar una mesa redonda con intervención de destacados juristas contra el proyecto estatal de reformar el Código Penal para incluir un delito de «negacionismo».
El evento podría considerarse un acto cultural más entre los muchos que en la Ciudad Eterna se celebran a diario, si no fuera porque forma parte de una preocupación generalizada entre los historiadores y un importante sector de la sociedad italiana, inquieta por la inclinación de los políticos hacia el control del pensamiento y el recorte de las libertades.
Ya en el año 2007, con un gobierno presidido por el democristiano Romano Prodi se redactó una proposición de ley relativa al genocidio que pretendía penar la negación del Holocausto y que fue considerada por muchos como la primera piedra para la construcción de un muro de silencio en el que podría quedar emparedada la libertad de expresión y pensamiento. En aquella ocasión unos doscientos historiadores levantaron la voz consiguiendo una reformulación de la ley menos agresiva a la libertad.
Pero la clase política, ese mal necesario en cualquier sociedad que supere los límites de la tribu, es tozuda y persiste en su empeño de modelar nuestro pensamiento -al tiempo que nos esquilma los bolsillos- y de nuevo vuelve a la carga. Ahora intenta introducir en uno de los artículos ya existentes del Código Penal «el delito de negación de la existencia de crímenes de guerra y de genocidio así como de los crímenes contra la humanidad».
Nada nuevo existe bajo el sol. En otros tiempos se penaba rigurosamente la negación de dogmas religiosos; en nuestros días se intentan imponer dogmas políticos que igualmente quedan fuera de debate. Como todo es empezar, no sabemos qué se prohibirá mañana.
Es ese el motivo de que entidades como el INMSLI (Instituto para la Historia de la Resistencia y de la Sociedad Contemporánea en Italia), la Sociedad Italiana para el Estudio de la Historia Contemporánea, e incluso la SISEM centrada en la Historia Moderna han publicado manifiestos y dirigido comunicaciones al Senado. La petición de INMSLI comienza con estas palabras:
«La Historia no es una religión. El historiador no se adhiere a ningún dogma. La Historia no es una moral. El historiador no alaba ni condena, sólo explica. La Historia no es un objeto jurídico. En un Estado libre no corresponde al Parlamento ni a los tribunales definir la verdad histórica». Todos estos principios ya se enunciaban en el año 2005 por algunos de los historiadores franceses más eminentes en una llamada que bajo la rúbrica «Libertad para la Historia» fue un hito. Hoy en día es en Italia que nos unimos a ellos en la demanda de la misma «Libertad para la Historia».
Argumentan los exponentes que es característico de los regímenes totalitarios imponer una «verdad histórica del Estado». Estas leyes son ambiguas y difíciles de interpretar. Los jueces se verán en la tesitura de decidir qué tipo de masacres pueden o no ser calificadas como genocidio, crímenes de guerra o contra la Humanidad. Y se preguntan: «¿Sobre qué base? ¿En base a las decisiones ya aprobadas por un tribunal internacional como el de Núremberg, o los tribunales que se constituyeron para juzgar los crímenes cometidos en Ruanda y la ex-Yugoslavia?
Podría uno preguntarse por qué ciertos tribunales han condenado como «genocidio» actos de unos regímenes, y no acciones similares o más cruentas de otros. Que yo sepa ningún tribunal ha calificado de genocidio los crímenes comunistas en Katyn o de los jemeres rojos en Camboya. ¿Es lícito por tanto negarlos o restarles importancia, pero no los de los nazis tan criminales como ellos?
En una vuelta de tuerca más se pretende considerar delictiva y por tanto punible no sólo la apología o la negación, sino incluso «la minimización de los crímenes de genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra». ¿Qué significa esto? ¿Que si se impone como verdad oficial que como consecuencia de una de estas acciones han resultado un millón de víctimas, por ejemplo, y un investigador como resultado de su trabajo publica, estando convencido, que fueron ochocientas mil, debe ser condenado? ¿O habrá de destruir su investigación para no complicarse la vida?
Ante semejante abuso de poder sólo queda la resistencia y, si finalmente saliera la ley adelante, el más activo incumplimiento.