El día 12 del presente mes de octubre se cumplirán sesenta y cinco años de la inauguración del monumento al cardenal Belluga en la plaza de España, evento al que no tuve la fortuna de asistir pues dos semanas antes había salido de Motril adonde no regresaría hasta el verano de 1952, pero mi madre en una de las primeras cartas que me escribió contaba su impresión y recuerdo que me decía: «Ahora Motril ya parece una gran ciudad y no te puedes figurar lo bonita que está la plaza con la estatua del Cardenal en el centro y al fondo la Iglesia Mayor».
Sin duda debió ser todo un acontecimiento en la vida provinciana de aquellos años. En los días previos al acto había pasado por Motril un fotógrafo de la editorial que el famoso «postalero» Mariano Arribas tenía establecida en Zaragoza, en una gira por Andalucía captando instantáneas para una serie de tarjetas postales. En la que tomó de la plaza de España, de la que conservo un ejemplar, se contempla erguido el pedestal de piedra de Sierra Elvira esperando a su ilustre huésped. Podemos imaginarnos la extrañeza de quienes, sin conocer los entresijos de la pequeña historia de aquellos días, recibieran una de estas postales donde aparece un pedestal sin personaje.
La víspera y desde las ondas de Radio Nacional de España, el prestigioso crítico de arte José de Prados López en una crónica en la que brilla su tradicional concepto de la estética escasamente proclive a desmadres abstractos, decía:
«Mañana día 12, coincidiendo con la fiesta de la Raza, como un símbolo de grandeza, de audacia y de sagrada aventura, se inaugurará en Motril un monumento a la memoria de uno de los hijos más ilustres de aquella noble y bella ciudad andaluza, del cual es autor un artista de la misma tierra, a la cual prestigió en Madrid con sus éxitos ininterrumpidos y con su magnífica prestancia artística. Este hombre es Pablo Coronado, el ilustre dibujante que logró una de las cosas más difíciles en lo humano, en lo que se refiere a la lucha por la fama en la capital de España: su personalidad».
Y tras otras frases encomiásticas proseguía el que fuera secretario perpetuo de la Asociación de Pintores y Escultores:
«Es este monumento síntesis y compendio de la serenidad, que es elegancia también. En el conjunto de la composición se adivina el espíritu, eso que está ausente hoy de muchas obras de arte. Espíritu en el recuerdo, espíritu en la noble evolución, espíritu en la intención orgullosa y pregonera de una fama en el tiempo, espíritu en la vanidad de decir una verdad.
«Verdad que es la coincidencia de las mayorías en el tiempo y que Pablo Coronado con una visión exacta de la cultura de los años pasados ha sabido dejar para lo eterno en una piedra, que se hace llama hacia arriba, como un signo de posteridad».
Seguía una breve semblanza del Cardenal, del que afirma que «su nombre puede ponerse solamente a la altura de un Cisneros o un Manterola». Y prosigue:
«Y este orgullo lo tienen los hombres de Motril como un culto. Por ello se hace este monumento, que no representa más que la alegría de un pueblo que honra lo genial. Por ello el Ayuntamiento hizo este monumento y por ello su alcalde, D. Enrique Montero, inauguró emocionado esta piedra tocada de arte. Y por ello, también, Pablo Coronado ha trocado la materia en espíritu para siempre, haciendo que el Cardenal Belluga vuelva a Motril para admirar en silencio los cielos iluminados y escuchar los murmullos de las aguas latinas de la Historia».
Se refería seguidamente al proyecto por entonces anunciado de esculpir nuevas estatuas en honor de otros motrileños ilustres y ponía término a su alocución con estas palabras:
«Sólo un hombre como Pablo Coronado, que lleva en su corazón a Motril como una reliquia, es capaz de interpretarlos. Y este Ayuntamiento que preside D. Enrique Montero no debe renunciar al honor que tiene en estos momentos, cuando ofrezca al mundo ese recuerdo, hecho vida por el arte de Pablo Coronado, del Cardenal Belluga, hijo de Motril».
Y en efecto don Enrique no renunció al honor aunque la penuria de aquellos años le impidiera culminar sus aspiraciones. Los que sí renunciaron fueron otros personajillos insignificantes y sectarios que, poseídos de un irracional odium fidei, desterraron al más ilustre hijo de Motril del lugar preferente que le habíamos reconocido desde un principio los motrileños, sólo por tratarse de un eclesiástico.