Antonio Gómez Romera
Domingo, 12 de enero de 2025
En el CLI aniversario de la rendición del cantón de Cartagena
Tal día como hoy, domingo, 12 de enero, festividad de San Elredo de Rieval (1110 -1167), teólogo, escritor, historiador, hagiógrafo y abad de Rievaulx, diócesis de York, en la segunda semana de 2025, se cumplen 151 años (lunes, 1874) de la rendición de Cartagena, último bastión de movimiento cantonalista español.
El Cantón de Cartagena, una increíble sublevación, una quimera, duró 185 días y convirtió la ciudad de Cartagena en el centro de la atención mundial. Una revolución con tintes románticos concentró en esa plaza fuerte a una serie de individuos que protagonizaron una de las más intensas páginas de la convulsa historia de España. Cartagena se declaró Cantón, con la pretensión de convertirse en una Ciudad-Estado independiente ligada a la colectividad federal española. En palabras del escritor y periodista Arturo Pérez-Reverte, “Cuando la primera república, el Cantón de Cartagena se autodeterminó por las bravas acuñó su propia moneda, poseyó su escuadra, y al aparecer las tropas centralistas no se desbandó como una manada de conejos, sino que resistió seis meses a cañonazo limpio”.
Antecedentes del suceso
La dimisión del rey Amadeo I de Saboya (martes, 11 febrero 1873), por la oposición de los partidos políticos a su gestión y los conflictos bélicos, la III Guerra Carlista y la Guerra Grande de Cuba, provoca el cambio de sistema de Gobierno en España. Ese mismo día, el federalista Francisco Pi y Margall (1824-1901), presenta la propuesta republicana a sus señorías en Cortes y la Asamblea Nacional aprueba el advenimiento de la I República Española por mayoría absoluta de 258 votos a favor y 32 en contra, a pesar de la mayoría de parlamentarios monárquicos.
El líder republicano Emilio Castelar Ripoll (1832-1899) justifica de la siguiente manera la instauración del nuevo régimen: «Señorías, con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de Amadeo I de Saboya, la monarquía democrática. Nadie ha acabado con ella. Ha muerto por sí misma. Nadie trae la República, la traen una conjuración de la sociedad, la naturaleza y la Historia. Señores, saludémosla como el sol que se levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra patria».
Las Cortes Constituyentes aprueban el establecimiento de la República Federal con 219 votos a favor y 2 en contra, el domingo 8 de junio de 1873. Los federalistas apuestan por una división territorial del Estado en cantones independientes, a imitación de Suiza. Los desacuerdos internos en el seno del Consejo de Ministros causan la dimisión (martes, 10 de junio) del presidente Estanislao Figueras Moragas (1819 – 1882). «Señores, ya no aguanto más. Estoy hasta los cojones de todos nosotros». Dos días después, asustado por la disparatada marcha del país y apesadumbrado por la reciente muerte (20 abril) de su esposa, Josefa Serrano Aparicio Magrina, Estanislao deja una carta de dimisión en su mesa y se va a dar un paseo por el Parque del Retiro de Madrid, aunque lo que hace realmente es marchar a la Estación de Atocha y coger un tren para París, donde se exilia.
Las Cortes eligen como presidente al federalista Francisco Pi i Margall al día siguiente. El programa del nuevo Gobierno es: la elaboración de una nueva Constitución; el reparto de tierras entre los campesinos no propietarios; el restablecimiento del ejército regular; la separación Iglesia – Estado; la supresión de la esclavitud en Cuba; la creación de los jurados mixtos de empresarios y trabajadores para la resolución de conflictos laborales; la jornada de trabajo de 8 horas; el derecho de sindicación obrera y la limitación del trabajo infantil. Pi i Margall impulsa el proyecto constitucional con la creación de una comisión compuesta de 25 miembros. El borrador de la Carta Magna recoge los principios de soberanía nacional; la división de poderes: ejecutivo (Gobierno), legislativo (Cortes), judicial (Justicia) y de relación (presidente de la República); el sufragio universal masculino; las libertades de expresión, reunión, asociación y culto, y la descentralización administrativa. El Estado federal contempla la división de España en 17 Estados soberanos con autonomía completa para dotarse de Constitución y de sus propios órganos de Gobierno. La impaciencia de los republicanos federalistas ante la lentitud en la aprobación del proyecto constitucional provoca el estallido de huelgas revolucionarias y la fundación de cantones independientes en el Levante y Andalucía. El cantonalismo triunfa dentro de la provincia murciana en Cartagena, Murcia, Jumilla, Caravaca, Cieza, Abarán, Blanca, Ricote, Ojós, Ulea, Villanueva, Archena, Las Torres de Cotillas, Alhama, Lorca, Fuente Álamo y Pliego.
En Cartagena, que cuenta con unos 75.000 habitantes, los republicanos federales proclaman el cantón el sábado, 12 de julio de 1873, mediante la colocación de la bandera roja, símbolo revolucionario, en el fuerte de Galeras. Los cantonalistas ocupan el Ayuntamiento, el Arsenal y las baterías de costa. El cantón de Cartagena permanece independiente del Gobierno central debido al poderío de la Flota española asentada en su puerto. Cuentan con las fragatas blindadas “Numancia”, “Tetuán”, “Vitoria” y “Méndez Núñez”, cuatro de las siete blindadas que posee en ese momento la República española, la fragata de hélice “Almansa” y el vapor “Fernando el Católico”, rebautizado como “Despertador del Cantón”. Asimismo, se apoyan en el sistema de fortificaciones de la ciudad costera. Disponen de 533 piezas de artillería de todos los calibres, con más de 180.000 proyectiles.
El escritor y político Roque Barcia Martí (1821-1885) dirige la Junta Revolucionaria y el diputado torreagüereño Antonio Gálvez Arce, “Antonete” (1819- 1898), asume el cargo de comandante en jefe del Ejército cantonal, Milicia y Armada. El líder revolucionario delega el mando de la Flota en el general Juan Contreras Román (1807-1881). Los sublevados intentan sin éxito la expansión de su territorio hacia el interior con incursiones por Hellín, Orihuela y Lorca, y utilizan la Armada como instrumento de intimidación para financiar el mantenimiento del cantón a costa de los impuestos de las ciudades costeras de Alicante, Torrevieja, Águilas, Mazarrón, Vera y Almería. La Junta Revolucionaria crea el periódico ‘El Cantón Murciano’ para la difusión de sus ideas y noticias, y emite el duro cantonal como moneda propia aprovechando la riqueza mineral de la región.
La independencia del cantón de Cartagena se ve amenazada con el inicio del asedio del general Arsenio Martínez Campos (1831-1900) a la ciudad en el mes de agosto de 1873. La sublevación llama la atención del extranjero y durante los primeros días de la insurrección llegan a Cartagena los corresponsales de los periódicos “The New York Herald”, “The Daily Telegraph” y “Les Temps”, así como el de la agencia de noticias “Reuter”. Todos se hallan dispuestos a tener informados a los numerosos lectores de dichos rotativos de los acontecimientos que se desarrollan en la plaza.
Un cañonazo disparado desde el castillo de Galeras a las 6 de la mañana del 12 de julio de 1873 anuncia el inicio del Cantón de Cartagena, cuya existencia transcurre hasta el lunes 12 de enero de 1874. Autores como Benito Pérez Galdós (1843-1920), Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), Isidoro Valverde Álvarez (1929-1995), Cronista Oficial de Cartagena y, más recientemente, el cartagenero Arturo Pérez-Reverte han escrito sobre el Cantón de Cartagena. Me quedo con la descripción de Arturo en su artículo titulado “Una historia de España (LV)”, publicado en “Patente de Corso” (XL Semanal – 20/12/2015): “La Primera República española, y en eso están de acuerdo tanto los historiadores de derechas como los de izquierdas, fue una casa de putas con balcones a la calle. Duró once meses, durante los que se sucedieron cuatro presidentes de gobierno distintos, con los conservadores conspirando y los republicanos tirándose los trastos a la cabeza. En el extranjero nos tomaban tan a cachondeo que sólo reconocieron a la flamante república los Estados Unidos -que todavía casi no eran nadie- y Suiza, mientras aquí se complicaban la nueva guerra carlista y la de Cuba, y se redactaba una Constitución -que nunca entró en vigor- en la que se proclamaba una España federal de «diecisiete estados y cinco territorios»; pero que en realidad eran más, porque una treintena de provincias y ciudades se proclamaron independientes unas de otras, llegaron a enfrentarse entre sí y hasta a hacer su propia política internacional, como Granada, que abrió hostilidades contra Jaén, o Cartagena, que declaró la guerra a Madrid y a Prusia, con dos cojones. Aquel desparrame fue lo que se llamó insurrección cantonal: un aquelarre colectivo donde se mezclaban federalismo, cantonalismo, socialismo, anarquismo, anticapitalismo y democracia, en un ambiente tan violento, caótico y peligroso que hasta los presidentes de gobierno se largaban al extranjero y enviaban desde allí su dimisión por telegrama. Todo eran palabras huecas, quimeras y proyectos irrealizables; haciendo real, otra vez, aquello de que en España nunca se dice lo que pasa, pero desgraciadamente siempre acaba pasando lo que se dice. Los diputados ni supieron entender las aspiraciones populares ni satisfacerlas, porque a la mayor parte le importaban un carajo, y eso acabó cabreando al pueblo llano, inculto y maltratado, al que otra vez le escamoteaban la libertad seria y la decencia. Las actas de sesiones de las Cortes de ese período son una escalofriante relación de demagogia, sinrazón e irresponsabilidad política en las que mojaban tanto los izquierdistas radicales como los arzobispos más carcas, pues de todo había en los escaños; y como luego iba a señalar en España inteligible el filósofo Julián Marías, «allí podía decirse cualquier cosa, con tal de que no tuviera sentido ni contacto con la realidad». La parte buena fue que se confirmó la libertad de cultos (lo que puso a la Iglesia católica hecha una fiera), se empezó a legalizar el divorcio y se suprimió la pena de muerte, aunque fuera sólo por un rato. Por lo demás, en aquella España fragmentada e imposible todo eran fronteras interiores, milicias populares, banderas, demagogia y disparate, sin que nadie aportase cordura ni, por otra parte, los gobiernos se atreviesen al principio a usar la fuerza para reprimir nada; porque los espadones militares -con toda la razón del mundo, vistos sus pésimos antecedentes- estaban mal vistos y además no los obedecía nadie. Gaspar Núñez de Arce, que era un poeta retórico y cursi de narices, retrató bien el paisaje en estos relamidos versos: «La honrada libertad se prostituye / y óyense los aullidos de la hiena / en Alcoy, en Montilla, en Cartagena».
El de Cartagena, precisamente, fue el cantón insurrecto más activo y belicoso de todos, situado muy a la izquierda de la izquierda, hasta el punto de que cuando al fin se decidió meter en cintura aquel desparrame de taifas, los cartageneros se defendieron como gatos panza arriba, entre otras cosas porque la suya era una ciudad fortificada y tenía el auxilio de la escuadra, que se había puesto de su parte. La guerra cantonal se prolongó allí y en Andalucía durante cierto tiempo, hasta que el gobierno de turno dijo ya os vale, tíos, y envió a los generales Martínez Campos y Pavía para liquidar el asunto por las bravas, cosa que hicieron a cañonazo limpio. Mientras tanto, como las Cortes no servían para una puñetera mierda, a los diputados -que ya ni iban a las sesiones- les dieron vacaciones desde septiembre de 1873 a enero de 1874. Y en esa fecha, cuando se reunieron de nuevo, el general Pavía («Hombre ligero de cascos y de pocas luces»), respaldado por la derecha conservadora, sus tropas y la Guardia Civil, rodeó el edificio como un siglo más tarde, el 23-F, lo haría el coronel Tejero -que de luces tampoco estaba más dotado que Pavía-. Ante semejante atropello, los diputados republicanos juraron morir heroicamente antes que traicionar a la patria, pero tan ejemplar resolución duró hasta que oyeron el primer tiro al aire. Entonces todos salieron corriendo, incluso arrojándose por las ventanas. Y de esa forma infame y grotesca fue como acabó, apenas nacida, nuestra desgraciada Primera República”.
El sábado, 19 de julio, un edicto de la Junta Revolucionaria al pueblo de Cartagena, firmado por el General en jefe, el montillano Juan Contreras Román, dice, entre otras cosas, lo siguiente: “…cuento con la provincia de Murcia levantada ya en armas, apoyada por la inexpugnable Cartagena con todos sus castillos, arsenales, parques, escuadra blindada, milicia ciudadana, marinería de las fragatas Numancia, Victoria, Almansa, Méndez Núñez y Tetuán, con los vapores Fernando y otros varios avisos, un batallón de infantería de marina, guardias de arsenales, regimiento de Iberia, un batallón de movilizados y otras fracciones, que con los artilleros, componen un total de nueve mil hombres, solo dentro de Cartagena, con la mejor artillería del mundo. Estos elementos que podrían por sí asegurar la Federación Española, no son solo con los que cuento, otros hay más fuertes que los castillos y fragatas blindadas, tales son la convicción popular de lo santo de su causa, y la seguridad de que no hay en toda España un solo soldado que dispare sus armas contra sus compañeros de Cartagena, ni un solo oficial que, comprendiendo sus intereses, os incline a una guerra fratricida…”.
La ciudad de Motril también se declaró cantón. El martes 22 de julio, es suspendido el ayuntamiento y proclamado el Comité de Salud Pública de Motril. Se adhiere al cantón de Granada pero sólo se mantiene tres días, hasta el viernes 25 de julio, fecha que se reciben noticias de que la Asamblea Constituyente sigue funcionando y es repuesto el antiguo ayuntamiento y su alcalde, Francisco de Paula Decó. Una semana después, al amanecer del jueves 31, se presenta ante su costa la flota del cantón de Cartagena compuesta por las fragatas “Almansa” y “Victoria”, tras haber bombardeado Almería, exigiendo 10.000 duros y tabaco. Finalmente parten rumbo a Málaga llevándose «8.000 duros en letras de las dos azucareras motrileñas, otros 2.000 duros en metálico, el tabaco de la administración y carbón».
A finales del mes de julio, 32 provincias están fuera del control gubernamental debido a la guerra contra los carlistas en el Norte y las sublevaciones cantonales que se van propagando, especialmente por Andalucía y Levante. Son muchos los pueblos y ciudades que se constituyen en cantones para exigir la República Federal. España vive una fase de anarquía en la que el propio Ejército, incitado a la sedición y a la indisciplina, se ha convertido en un instrumento de desorden. El miércoles, 13 de agosto, se declara el estado de sitio al haber entrado las tropas gubernamentales en territorio del Cantón. Y, al día siguiente, se movilizan a los jóvenes mayores de 16 años para integrarse en uno de los cuatro batallones con los que cuenta Cartagena, concretamente Artilleros, Cuartel de Marina, Infantería de la Fraternidad y Cazadores de la Revolución.
El sábado, 23 de agosto, se advierte que las casas desde donde se dispare, voluntaria o involuntariamente, sobre las fuerzas o puntos que defienden la población serán demolidas por las fuerzas y consideradas como reos los que las habiten y en ellas se encuentren. El lunes, 1 de septiembre, la rada de Escombreras es declarada zona neutral para custodiar las fragatas “Almansa” y “Victoria”; y se traslada petición de posicionamiento respecto al gobierno del Cantón a los cónsules de las potencias extranjeras representadas en Cartagena: “Este gobierno provisional suplica a Vd., Sr. Cónsul, se sirva elevar a su gobierno el espíritu de la presente nota, para que sepamos, si en el seno de la Europa cristiana, hemos de ser libres o esclavos, blancos o negros. Y si se nos dice que somos negros, si se nos dice que somos esclavos, sepámoslo siquiera para consolarnos con el lamento de una generación y con la queja de la historia”.
A partir de octubre comienza a darse una crisis interna dentro del Cantón por la escasez de víveres, la falta de dinero en metálico y la desaparición del Gobierno de la Federación y su sustitución por una Junta de Salud Pública. El presidente, Nicolás Salmerón Alonso (1837-1908), presenta su renuncia al cargo el 7 de noviembre por una cuestión moral. «Abandonó el poder por no firmar una sentencia de muerte», reza el epitafio de su tumba. Las Cortes eligen como sustituto al ex-ministro de Estado Emilio Castelar Ripoll. El nuevo líder del Gobierno instaura la República unitaria y consigue la concesión de poderes extraordinarios del Parlamento para solucionar los graves problemas políticos, económicos y sociales del país.
En el mes de diciembre, la situación en la ciudad de Cartagena es dramática: no hay medios para atender a los heridos, pues sólo cuenta con tres médicos para atender los dos hospitales de la ciudad, que a fines de diciembre ya no cuenta con camas suficientes y muchos enfermos o heridos se encuentran en el suelo; la carne escasea, el pan es de mala calidad, y los duros cantonales han dejado de circular; sólo tienen en cantidad sardinas saladas y bacalao. El viernes, 19 de diciembre, el periódico “El Cantón Murciano” informa que la ciudad sufre, desde hace 25 días, bombardeos de día y de noche y “se está cometiendo un atentado contra el derecho de familia, de la guerra, de la patria, de la civilización, del Evangelio. […] En nombre del pueblo y de Dios preguntemos a todas las naciones cristianas si puede caber juicio contra la víctima y el verdugo. […] Sea notorio que somos los guardadores de la República Federal votada en las Cortes Constituyentes”. Dos días después, el gobierno ordena al general José López Domínguez (1829-1911) que sólo bombardee a los fuertes y no a la zona urbana, alegando razones humanitarias.
Colofón
Emilio Castelar presenta la dimisión el viernes, 2 de enero de 1874, tras la pérdida de una moción de confianza en las Cortes. Al día siguiente, el general Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque (1827-1895) evita el restablecimiento del federalismo mediante un golpe de Estado y encarga la formación de un nuevo Gobierno de unidad nacional al militar Francisco Serrano Domínguez (1810-1885). Esto convence a los sitiados de que la causa cantonal ya está perdida y comienza a cundir el desaliento.
El martes, 6 de enero, un proyectil lanzado desde las baterías del campo sitiador vuela el Parque de Artillería de Cartagena, causando más de 400 víctimas y consumiendo la mayor parte de la munición disponible. Los cantonales solicitan una suspensión de las hostilidades y presentan las bases para su capitulación. El general Serrano instaura una dictadura republicana, decreta la disolución de las Cortes Generales y su sobrino, el general José López Domínguez, consigue la derrota definitiva del cantón de Cartagena el 12 de enero de 1874, tras 4 meses y 28 días de asedio, durante los cuales han caído sobre la población unos 27.000 proyectiles, que han sido contestados por sus defensores con otros 16.000 disparos de cañón. La ciudad está devastada y el 70% de los edificios, destruidos. Solo 27 casas han quedado sin daños, 327 han sido totalmente destruidas y más de 1.500 han sufrido graves desperfectos.
El general López Domínguez escribe de aquel día: «A la una del día entrábamos en la ciudad por la puerta de Madrid, atravesando las calles obstruidas con barricadas, deshechas por las fuerzas que nos habían precedido, con escombros de los edificios y casas derruidas por el fuego del sitio, con cureñas rotas y materiales hacinados, presentando un triste y desolador espectáculo, que ponía de manifiesto los horrores por los que habían pasado los insurrectos de la plaza y sus desdichados habitantes, pues nada respetaron nuestros proyectiles, que a todas partes alcanzaban. Llegados a la muralla del mar, formaron las tropas en columna, haciendo un largo descanso, y entramos en el palacio de la Capitanía General, donde recibimos a una comisión compuesta de los primeros y segundos jefes de los buques de guerra extranjeros, que habían seguido y presenciado las operaciones, la cual iba presidida por el veterano almirante inglés Yelverton, de la escuadra británica, el que nos felicitó en nombre de los allí presentes y de las naciones a que pertenecían…».
Los insurrectos se enfrentan a penas de muerte o cárcel tras la entrada de las tropas. Se deporta a centenares de federales y cantonales a Filipinas, las Islas Marianas y a Cuba. Los más afortunados: dos generales, Contreras y Félix Ferrer Mora, (1820-1889); dos diputados a Cortes“, Antonete” Gálvez y Alberto Araus Pérez; 10 jefes y oficiales; 480 marineros de los buques de guerra; 248 soldados del ejército; 356 voluntarios; 44 mujeres y niños; 12 individuos de la Junta y 492 confinados y fugitivos, en total, 1.696 personas, logran la huida al exilio a bordo de la fragata “Numancia”, desembarcando en las playas argelinas de Mazalquivir. Las autoridades argelinas entregaron la fragata al contralmirante Nicolás Chicarro Leguinechea (1812 – 1889), que con las fragatas “Carmen” y “Victoria”, habían seguido a la “Numancia”.
La caída del Cantón de Cartagena significa el punto final de la “Aventura cantonalista”, que tan profundamente afectó a la Primera República Española durante su corta existencia.