Opinión.-
EL BOSQUE
Mi terrible adicción al móvil me mantuvo sentado en el coche, durante horas, a las afueras de la ciudad. Mi vida era más bien virtual. Me había acostumbrado a ver un vídeo tras otro, sin ninguna relación entre ellos y me dejaban la mente aturdida, el cuerpo abatido y el alma perdida, en un laberinto perturbador. De pronto, sentí claustrofobia. Necesitaba aire puro y a tan solo un paso, había un bosque. Salí del vehículo con la euforia de un preso que cumplió su condena y me dirigí a la arboleda, que me atraía con fuerza sobrenatural. Al adentrarme en ella, moderé la marcha, mi corazón se abrió ipso facto y de par en par y, en silencio y fascinado, comencé a escuchar su insólita fauna. Se hizo un silencio abismal y una amalgama de sonidos deslumbrantes, fueron paulatinamente orquestándose. Entonces comprendí el tesón con el que el pájaro carpintero fabrica su hogar. El canto del ruiseñor alberga una alegría indescriptible, como si hubiera estado largo tiempo fuera y, por fin, hubiera vuelto a casa. Aprendí del búho a tener paciencia ¡Su capacidad nocturna de vigilancia es admirable! Contemplé, estupefacto, la portentosa rapidez con la que el gavilán atrapa a la serpiente. Quedé prendado, con la dulcísima melodía que brindaba el mirlo y la maravillosa musicalidad del jilguero. En el bosque nada es mentira. Cada cual tiene una función y todas importan. Ni el árbol mira con menosprecio al arbusto, ni el arbusto al árbol con envidia. Aunque los primeros cuenten con una posición privilegiada, los segundos saben que son lugar favorito de multitud de nidos y eso les hace sentirse importantes… Y verdaderamente lo son.
La salamanquesa entierra con mimo unos huevos, su futura familia. Las mariposas, bellísimas y delicadas, esconden tras su colorido aleteo el enigma de la metamorfosis, que acontece en los diferentes ciclos de la vida. Reina la armonía, pero la precaución está en boga. El respeto mutuo se convierte en resignación, cada vez que la irremediable cadena alimenticia abre sus fauces. Impresiona, la insigne dignidad y prodigiosa humildad que se respira. Inmensa dignidad que emerge, desde la lombriz que se arrastra por el suelo, hasta topar con la humildad más grande que desprende, la más alta de las coníferas. En el bosque, ninguno es más que el otro, sí diferentes. Cada uno, con sus virtudes y defectos, aporta lo mejor que tiene a esta comunidad viva. ¿Pretender que todos seamos iguales? ¿Qué estupidez es esa? No hay dos seres idénticos en el mundo y sus particularidades tampoco han de ser las mismas. Cada cual despliega sus aciertos y ventajas en pro del bien común y según sus capacidades. Todos tenemos fallos y a veces nos juegan una mala pasada. Lo importante es darse cuenta e intentar corregirlos, nada más.
El bosque es compasivo, el bosque perdona, pero el bosque nunca olvida al que no es de fiar. En ese caso, la mejor opción es no acercarse. Ya se encargarán del asunto, duendes, hadas y ninfas, junto a la divina providencia, claro está… El bosque reconoce el esfuerzo y sabe, por qué unos seres están más tranquilos que otros cuando llega el invierno. La hormiga pasa el día consiguiendo comida y almacenándola, mientras que el perezoso lo pasa durmiendo y solo baja del árbol a hacer sus necesidades. Una trabajó en verano y ahora tiene víveres, es feliz y descansa y el otro holgazaneó y ahora sufre pasando fatigas, pero cada cual asume su propia existencia y entre ellos, no existe el más mínimo rencor. El bosque no impone, aconseja y permite que los seres que lo habitan escojan, libremente, un destino acorde con sus circunstancias. Justo antes de salir de la alameda, apareció un ave que no era de este mundo. Tenía un hermoso y áureo plumaje y con un murmullo suavísimo susurró: “Sígueme”. La acompañé por un camino tortuoso y nos adentramos en un penoso terreno, en el que había ocurrido un espantoso incendio. Todavía humeante, semejaba la puerta del infierno. Entonces comentó: “Es cosa del diablo, que transita por todas partes. Es el mismo viento, es malvado y astuto y en las ciudades, intenta controlar este planeta a través de las tecnologías”. Entonces me llevó hasta unos troncos calcinados y descubrimos en ellos colonias de insectos y más allá, grupos de animales salvajes. Cruzamos una mirada que atisbaba cierto optimismo y capté el mensaje, que no era otro que, la gran capacidad de cicatrización, reciclaje y reconstrucción del bosque. Y el ave partió surcando un cielo azul intenso, revestida de un aro de luz brillante, dejando atrás una tierra gris, sumida en sombras.
“¡Haremos lo mismo que el bosque, reconstruir todo de nuevo!”, le grité, mientras aquél ser divino y el eco de mi voz, se fueron disipando en los confines del universo… Al abandonar la espesura, comprendí la diferencia entre oír y escuchar y prometí ser más cuidadoso con lo que ven mis ojos y perciben mis oídos, pues no hay mejor lección, que la que enseña la madre naturaleza.