LA HISTORIA DEL TESTAMENTO DE UN PORTUGUÉS VECINO DE MOTRIL EN 1655
Los testamentos de la Edad Moderna, de obligado cumplimiento para aquél que tuviera algo que legar y tener un buen morir, constituyen una extraordinaria fuente documental para estudiar las creencias y devociones particulares. Al mismo tiempo, ofrecen información muy valiosa que permite conocer otros detalles de la vida privada, material y cotidiana de las personas que vivieron en esa época.
En diciembre de 1655, moría en su casa de la calle de la Parra de Motril, Domingo Fernández Cortinas, alias Rasso; de nación portuguesa, hijo de Juan Fernández y María Alonso, vecinos de Covas de Vila Nova de Cerveira, arzobispado de Braga.
Cuando murió llevaba 30 años residiendo en esta población, entonces villa, y otorgó su testamento el 11 de octubre de 1655, “enfermo de cuerpo y sano de voluntad y en su libre juicio y entendimiento” ante el escribano Josep Juan Carrillo, siendo testigos Francisco de Morales, Gonzalo González, Juan González y Francisco Martín, todos vecinos de Motril.
Tras la profesión de fe y encomendar su alma a Dios Nuestro Señor y el cuerpo a la tierra, pedía ser enterrado en la Iglesia Mayor de la Encarnación, en la sepultura que pareciere a sus albaceas y amortajado con el hábito de la orden de San Francisco de Asís. Mandaba que el día de su entierro acompañen su cuerpo la cruz parroquial, cura, todos los clérigos de la villa y la comunidad de frailes del convento de la Nuestra Señora de la Victoria. Que el día de su entierro se le dijese misa cantada de cuerpo presente, con diacono y novenario de misas rezadas. Era su voluntad que se le dijesen 2.000 misas rezadas por su alma en las iglesias y conventos de la villa, sacado de ellas 200 para dárselas de limosna al padre fray Jacinto Sánchez, de la orden de Santo Domingo.
Dejaba 50 misas por el alma de sus padres, 50 por penitencias mal cumplidas y personas a las que les tuviese algún cargo y 100 misas para las almas en pena del Purgatorio. Otras 100 misas por el alma de su tío, Juan Silvestre, que murió en la peste de Málaga. 100 misas rezadas más por las personas que habían tenido a su cargo los diezmos y primicias, “por si acaso era en alguna cosa en su cargo y si no fuere así, se las digan por su ánima” y, por último, otras 39 misas por su intención. Ordenaba para las mandas acostumbradas y redención de cautivos, un real a cada una.
Al convento de San Francisco de Asís,, 50 reales para ornamentos; 50 reales para la ermita de la Virgen de la Cabeza; 50 reales para el convento de Capuchinos y 200 reales para la ermita de San Antonio de Padua, extramuros en el camino de Granada, y que se entregasen a su mayordomo para su construcción. Dichas mandas las hacía para que rogasen a Dios por su alma.
Dejaba a su comadre, la viuda Casilda Álvarez, que vivía en su barrio de la calle de la Parra, 100 ducados porque lo había asistido en su enfermedad. A Francisca, hija de Casilda y de su difunto marido Domingo de Acuña, otros 100 ducados para ayudar a su casamiento, poniendo ese dinero en tutela para que gane réditos. En caso que Francisca muriese, lo heredase su madre.
A las hijas de Juan Redondo y la Carrasca, que son huérfanas de padre y madre, les dejaba a cada una 100 reales para que se compren un manto.
Declaraba que le debía a Manuel Rodríguez, portugués vecino de esta villa, 5.900 reales y ordenaba que se le pagasen de sus bienes. Debía a Miguel Serrano 5.350 reales del resto de una hipoteca. Igualmente a Manuel Díaz, portugués y su compañero que vivía en su misma casa, 4.100 reales que le había prestado. A Sebastián Barbosa le debía 50 reales, a Domingo Rodríguez, barbero, 8 o 9 reales; al licenciado Marcos Ruiz, presbítero, 77 reales de cuando tuvo el diezmo a su cargo. Ordenaba que a todos se les pagase lo debido.
Expresaba que tenía vendido a Nicolás Ruiz de Castro el fruto de cuatro marjales de cañas en la vega de Pataura en tierras de Luis de Paz. Esta haza la tenía en aparcería con Manuel Díaz y había tomado 200 reales, ordenaba que se cumpliese la escritura.
Declaraba que eran de su propiedad siete marjales en la vega de Pataura en el pago del Curucho, junto al camino que va a Lobres, lindando con tierras de Rodrigo Alcaraz y con la acequia. Se los compró a Pedro Saravia vecino de Granada.
Otros cinco marjales en el pago del Salto del Gato, lindando con la acequia y el camino. Los había comparado a Francisco Pérez
Poseía catorce marjales propios en el pago de Hocinillo, hacia el pago de la Casa de Contreras, lindando con el balate y con tierras de Alonso de Porras, que compro de los herederos de Monsu.
Tenía dos aposentos y corral. En uno de los aposentos vivía Andrés Jiménez y el otro estaba cerrado. En el corral estaba edificando otro aposento, al que ya se le había puesto puerta. El solar del corral lo compró a Marcos de Ortega, escribano público, y tenía como carga un censo de 33 reales al año que se pagaban a la Hermandad del Refugio.
Era suya la casa en la que vivía en la calle de la Parra, lindando con los anteriores aposentos, que compró al albañil Francisco de Cuevas en 1.000 reales.
También, tenía un haza de seis marjales en Pataura, que era propiedad de Juan de Belluga y Moncada, “el mayor vecino de esta villa”. El portugués había pagado a la Corona en nombre de Belluga 1.401 reales y por lo tanto tenía el haza en empeño hasta el que Belluga no le abonase la dicha cantidad. Ordenaba que Belluga le pagase lo que debía a su compañero Manuel Díaz y en ese momento, se le devolviese la finca a su propietario y en el ínterin, la posea el citado Manuel Díaz.
Exponía que en las cuatro hazas que llevaba declaradas, todos los frutos son suyos propios sin tener aparcerías. Tenía el fruto de tres marjales de cañas segunderas en un haza que tenía arrendada de María de la Fuente. Tres marjales arrendados de Francisco de Aranda en el pago nuevo del Molino del Arroz; otros cinco marjales de cañas segunderas a renta que eran propiedad de María de Padilla en el pago de Rio Seco; 18 marjales de cañas alifas a renta propiedad de Rodrigo de Alcaraz y los tenía en aparecería con su compañero Manuel Díaz. Conjuntamente con Díaz tenían arrendados seis marjales de Fernando de Montalván, un marjal y medio a Juan López de Haro, ocho marjales en el Molino de Arroz de Francisco de Aranda y doce marjales en el Hocinillo de Luis López del Villar; todos de cañas segunderas.
Tenía por bienes muebles todos los que estaban en su casa, menos dos sillas negras y un cuadro. En poder su comadre, Casilda Alvares, tenía una túnica de lienzo fino con manga y un capirote y que le debía 200 reales, ordenaba que se le pagasen de sus bienes.
Dejaba a Luisa Marín, viuda vecina de la villa, un manto para que rogase por su alma.
A la cofradía de la Santa Vera Cruz, de la que era hermano, 100 reales, para que le honren en su entierro.
A Juana Barrera, viuda, 50 reales para que ruegue por su alma.
Francisco de Cuevas le prestó una sortija que no le había devuelto y que valdría más de 50 reales. Ordenaba que se le compre una igual o que se le pague lo que valía.
Manuel Rodríguez, portugués, le debía 500 ladrillos, mandaba que se le cobrase en dinero o en portes a razón de 5 cuatros cada carga.
Declaraba que tenía un mulo gallego de 6 años.
Era su voluntad que perpetuamente por siempre jamás, todos los años el día de Nuestra Señora de la Candelaria, se diga una misa cantada en la Iglesia Mayor en la capilla de Nuestra Señora del Rosario, con música. Dejaba para ello una memoria de 20 reales anuales que recaía sobre su casa de la calle de la Parra, que alindaba por la parte de arriba con casa de Cristóbal de Quesada, por abajo casa propia y a las espaldas, que era el poniente, también, con casas de dicho Quesada. La casa no se podría vender sin esta memoria perpetua. Pedía que esta misa se anotase en el libro de Memorias de la Iglesia, para que los beneficiados la manden cumplir, con declaración que sería a su cargo la cera y todo lo necesario para la celebración de la misa.
Ordenaba que de sus bienes se apartasen 200 ducados para que sus albaceas casen a cuatro huérfanas pobres necesitadas, dándole 50 ducados a cada una y se les entreguen por vía de dote.
Declara que es mancebo y no tiene hijos ni parientes algunos.
Para cumplir y pagar su testamento, las mandas y legados, nombraba por albaceas al licenciado Matías de Lara, beneficiado de la Iglesia Mayor, Fernando de Montalván y a Manuel Díaz; dándoles poder para que tomen sus bienes, los vendan en almoneda y cumplan el testamento.
Por último, dejaba por su heredera universal a su comadre Casilda Álvarez, atento a que no tenía ni padre ni madre, ni otro heredero forzoso ascendiente ni descendiente. No rubricó el testamento por no saber escribir y lo firmo un testigo.
El 25 de diciembre de 1655, el citado portugués y ante el mismo escribano, otorgó un codicilo bajo el cual murió, y en el que lega el mulo gallego pardo cerrado que tenía a su compañero y aparcero Manuel Díaz, por lo bien que le habia cuidado durante su enfermedad.
Como el testador debía más de 10.000 reales, era preceptivo que se hiciese por parte del Ayuntamiento, un inventario de los bienes del difunto y así lo ordenó el 24 de enero de 1656 el alcalde mayor de Motril, licenciado Luis Duque de Estrada. El inventario efectuado coincide totalmente con lo recogido en el testamento y solo se le añaden algunas cosas más:
- Un vestido de paño canelado
- Un coleto
- Una capa de paño pardo
- Una gabardina
- Unos calzones de paño
- Un jubón
- Un arcabuz
- Una túnica
- Dos camisones
- Tres pares de calzones
- Tres sabanas
- Cuatro frazadas
- Un coligón
- Una tabla de cinco tablas
- Dos pares de medias de hilo
- Unos zapatos
- Un sombrero
- Dos pares de medias de seda
- Dos pares de calcetas
- Tres pares de calzones
- Una sartén
- Unos tiros
- Un hocino
- Una piqueta
- Una pala
Efectuado y aceptado el inventario, se daba por válido y legal definitivamente el testamento y última voluntad del portugués y se podría ejecutar por sus albaceas todas las mandas, legados y herencia que en él se habían ordenado y dispuesto por el testador. Parecía que se cerraba con esto, el capítulo final de la vida Domingo Fernández Cortinas y su heredera podría disfrutar sin problemas de su sustanciosa herencia.
Pero no fue precisamente así, la historia continua.
Diez años después, 1666, aparecen ante el corregidor de Jaén dos personajes portugueses llamados Gonzalo Alonso, morador de la collación de Covas de Vila Nova de Cerveira, y Domingo Rodríguez, de la parroquia de Guidal en el arzobispado de Braga. Dicen que vienen en nombre de Gonzalo González Nieto y de María Alonso, su mujer. Esta era viuda de Juan Fernández de Cortinas, su primer marido y, por lo tanto, madre del difunto motrileño Domingo Fernández. Ambos portugueses presentaron un poder notarial firmado en Cerveira por la mujer en 9 de septiembre de 1666, por el cual María Alonso, como madre del Domingo, les autorizaba a reclamar y que se les entregase la herencia de su hijo. Presentaban, además, documentos con declaraciones juradas ante notario de numerosos testigos que afirmaban que la tal María Alonso era efectivamente la madre de Domingo y que aún estaba viva.
El corregidor de Jaén, remitió todos los documentos a la Chancillería de Granada para que el juez competente resolviese el caso.
Por lo pronto, la Chancillería decreta el secuestro de los bienes incluidos en el testamento del Domingo Fernández y ordena al corregidor de Motril, Francisco Suárez de Sotomayor; que retenga todos los bienes de la herencia, los embargue y que los herederos no puedan disponer de ellos; “depositándolos en persona abonada para que queden asegurados por cuenta de Su Majestad y que remita al tribunal el testamento y el inventario de los bienes”.
En mayo de 1667 Domingo Jacinto Freile, cordobés, vecino de Motril, denuncia el testamento antes la Chancillería, diciendo que cuando Domingo Fernández murió tenía madre en Portugal y que esta no puedo disponer de los bienes de la herencia que les correspondían por no tener hijos Domingo Fernández. Decía “que todos los bienes que quedaron a la muerte de Domingo Fernández, por mal nombre el Rasso, difunto vecino de Motril, portugués de nación, murió hacía 10 años y aunque hizo testamento y en el dejó diferentes mandas y legados en la confianza para que se remitieran a personas del reino de Portugal, todo con el fin de defraudar a Su Majestad y a su Real Hacienda, a quien toca la hacienda del portugués”.
Efectivamente, existía un decreto promulgado por la Corona de fecha 23 de noviembre de 1650 y aún en vigor en 1667, por el cual todos los súbditos franceses y portugueses que muriesen en los reinos de España, dejando herederos en Francia o en Portugal, con los que estábamos en guerra desde 1640, podían ser confiscados y quedaban como bienes de la Real Hacienda española, excepto un tercio para las obras pías y misas.
Ante tal denuncia, el juez u oidor de la Chancillería encargado de estos casos Pedro de Ulloa Golfín, tomó cartas en el asunto y da comisión a García López de Castro para que vaya a Motril y con “vara alta de Justicia” secuestre los bienes del difunto portugués que, por cierto, ya lo estaban desde el año anterior.
El fallo de juez Ulloa no se hace esperar y sin atender a la defensa de la heredera Casilda Alvares, que se había casado con Manuel Díaz; condenaba el 22 de mayo de 1667 a la confiscación de todos los bienes y rentas desde el día que murió el testador hasta la fecha de la sentencia, por pertenecer a su madre y, por lo tanto, podría aplicarse el decreto de 1650. Decretaba el juez que las 2/3 partes de todos los bienes quedaran para la Real Hacienda y 1/3 para pagar los gastos de funeral y las obras pías recogidas en el testamento.
De los 2/3 pertenecientes a la Real Hacienda, Ulloa establecía que se aplicaran por cuartas partes:
- Dos partes de los bienes para la Cámara Real
- Una parte para el juez
- Una parte para el denunciador
Las costas del proceso recaerían sobre los denunciados.
Manuel Díaz en nombre de su esposa y heredera Casilda Álvarez, apeló ante el Consejo de Castilla la sentencia de la Chancillería de Granada y, tras numerosos avatares, pudieron demostrar que los portugueses Gonzalo Alonso y Domingo Rodríguez eran unos farsantes, que todos los documentos presentados notariales y de testigos eran falsos y que la madre de Domingo Fernández ya no vivía cuando este hizo su testamento en 1655. Con lo cual el Consejo, por veredicto de 6 de septiembre de 1667, revocaba la sentencia del juez granadino que se quedaba sin sustancia, rechazaba la denuncia de Domingo Jacinto y restituía los bienes a la legítima heredera Casilda Álvarez.
Terminaba así la truculenta historia del testamento del portugués vecino de Motril, doce años después de su muerte. Al fin se hizo justicia.
(Fuente: Archivo Histórico Nacional. Consejos, 25845. Exp.15)