Esta mañana me encontré con su dueña y le pregunté si su perro estaba enfermo y me dijo que no, que lo que tenía era una depresión. Me quedé sorprendida y entonces me contó esta historia: Ellos, gente de campo, siempre han tenido un mulo que los acompañaba a las tareas que la tierra conlleva. Cuando la jornada acababa, el mulo se iba a unos pastos de atrás y allí permanecía hasta el día siguiente en que todo volvía a comenzar.
Una tarde, contra sus costumbres, el mulo llegó al cortijo acompañado por un perrillo que alguien había abandonado, esta buena gente enseguida adoptó al can, al que llamó Fernando.
Sin embargo, el perro tenía claro quien era su salvador y allá donde el mulo iba, iba Fernando. Se convirtieron en inseparables, si el mulo iba al campo, el perro iba tras él, si pastaba, él se sentaba pacientemente a la sombra de un árbol y contemplaba con ojos de adoración a su amigo, del que apenas se separaba, mas que para saludar a quienes llegábamos al pueblo.
Hace dos semanas murió el mulo y parece que Fernando en esta ocasión también se ha propuesto seguirlo. Dicen que los animales no lloran, que lo que segregan en un líquido para mantener húmedo el globo ocular… no lo creo, Fernando es todo él un llanto. Si el dolor puede expresarse, los ojos de ese fiel perro son la pura imagen del mismo.
Hace dos días que apenas se tiene en pie, las patas traseras se han negado a sujetarle y lo más triste es que parece no importarle.
Una bella frase dice que quien distingue la sonrisa de un perro ha dejado de ser animal, supongo que cuando nos demos cuenta de que estos compañeros, que comparten con nosotros el planeta, sienten, aman, padecen y sufren igual que nosotros, quizás el ser humano encuentre su verdadera identidad.
(Y hago extensible este último párrafo a todos los seres vivos: a esos pobres pájaros que castigamos metiendo en jaulas, a los toros que matamos como divertimento y negocio…, a todos).