Ese jardín era el que se describía en una hermosísima canción con la que mi madre nos deleitaba cuando éramos niños. En él se hablaba de un pobre flautista que vivía en las copas de los árboles por no tener un hogar que habitar. Describía los trinos de los pájaros tan bien, que yo creía escucharlos entre aquellas notas, igual que el rústico protagonista a quien cada mañana iban a despertar.
La otra noche, tantos años después de que ese bello cuento cantado meciese mi cama, lo vi. Era una tarde tórrida, tan tórrida como cualquiera de las que nos vienen acompañando este largo, larguísimo mes de Agosto, pero de pronto, al traspasar la puerta del paraíso, hasta el calor desapareció.
Una deliciosa penumbra provocada por las altas copas de los árboles que lo adornan y un exquisito aroma a tierra mojada, recién regada, despertaban los sentidos atontados por el largo y agotador estío.
Al ir avanzando entre esas hileras verdes, la vegetación iba aumentando en cantidad y en variedad, los jazmines formaban arcos bajo los que pasábamos, dejando sus flores caer a nuestro paso, como si una perfumada y blanca lluvia nos diera la bienvenida.
El sonido de las fuentes acompañaba al de los pájaros, en esa hora maravillosa en que el crepúsculo tiñe de púrpura el cielo, y al igual que en la tragicomedia de Romeo y Julieta, se creaba el espejismo de no saber si era la alondra o el ruiseñor quienes nos alegraban con sus trinos.
Flores rojas, rosas, amarillas, blancas, azules, todas las tonalidades cromáticas se habían reunido en aquellos pétalos, que se abrían a mis ojos extasiados ante tanta maravilla.
Presidiendo ese fabuloso jardín con vocación de Edén, una regia casa colonial tan bella y rotunda como todo lo que la rodea.
Preciosos veladores escondidos entre los arcos que tanta profusión de vegetación forman, acogen mesas adornadas con velas, cuyas llamas parecen invocar a las musas y las hadas que habitan en la floresta.
Creyendo aún que estás teniendo un espejismo, que ese oasís es una quimera, un sueño extraído de alguno de los cuentos de las mil y una noche, todavía quedan más sorpresas por descubrir. Un magnífico despliegue gastronómico, para terminar de embriagar los sentidos, va deslizándose hasta nuestro paladar, servido con tanta profesionalidad y cariño, que te hacen sentir que ese es tu sitio y que la quimera es todo lo demás.
El paraiso se llama Casa de los Bates y está ahí al ladito nuestro, apenas a dos kilómetros de Motril. No se lo pierdan.