CONCHITA
En la parte de atrás de esa sonrisa brillante, amplia y nacarada de su DNI azulado, resaltaba con letras negras “Profesión: S.L.”.
Y aunque no era su profesión, sí es cierto que se la tomó como tal. Sus labores las tuvo siempre al día manteniendo la logística del hogar de un matrimonio con seis hijos -zapatilla de invierno acechadora en alto a las ocho de la mañana para que ninguno llegáramos tarde al cole, y zapatilla de verano tipo chancla de junio para echarnos sobre las once a la calle a jugar y dejar de dar por saquillo un rato-; hacía siete camas a diario, iba a la compra para hacer comida variada entre semana para nueve -seis, mas dos, mas el abuelo-, barría a diario, fregaba veinte platos y 80 m² de suelo, ponía tres lavadoras y tendía en el patio treinta kilos de ropa; lloraba a la vista de las facturas de la luz y del agua una vez al mes (¡Ay, si viviera hoy!) y para colmo, le encantaba recibir visitas; visitas de las que nunca pasaron el dedo por los impolutos muebles de madera barnizada y envejecida, en busca de una mísera mota de polvo.
Le gustaba la fiesta y el vino, fumó “Fortuna” y algún que otro “Ducados”. Le encantaba jugar a las cartas, al parchís, a la lotería y a cualquier juego de mesa. Tenía pasión por el teatro, al que le dedicó gran parte de su ilusión y de su tiempo, y hasta hizo alguna que otra valiente escaramuza literaria. Iba a misa todos los domingos hasta incluso cuando, ya mucho tiempo después de haber dejado el tabaco, caminaba con cierta torpeza -ayudada del bastón de madera oscura del que tanto había renegado antes- y con dolores generalizados casi normales para su edad. Pero a misa, sí o sí.
Visitó medio mundo durante casi cincuenta septiembres consecutivos por tierra, mar y aire, y si hubiera tenido la oportunidad, se habría embarcado en el proyecto SpaceX. Seguro.
Pero ocultos detrás de sus pequeños ojos marrones, también -como algo intrínseco al ser humano de a pie- se ocultaban temores o recelos sin demasiado fundamento…
En cierta ocasión, allá por el 73, tras la desafortunada pérdida de un muy íntimo y joven amigo mío, me soltó así, a bote pronto: «Javier, hijo, qué sucios tienes los pies; qué vergüenza pasaría yo si te murieras y tuviera que reconocerte en el hospital…»
En la cara anterior de ese azulado DNI donde pone S.L. está la brillante, intensa y nacarada sonrisa de mi madre. Y quiero pensar que hoy no pasaría vergüenza por mí, porque ya me lavo los pies al menos una vez cada seis meses.
©Javier Martín Gutiérrez
Diciembre 2021