LOS CUENTOS DE CONCHA

‘EL CAMINO A LA LIBERTAD’

Concha Casas -Escritora-

No quería acudir a la tienda de don Miguel, se había jurado a sí mismo que nunca caería  en las garras de ese usurero. Desde que se instaló en el pueblo,  parecía como si una maldición antigua y destructiva se cebara en ellos.

Pero la cosecha había sido mala, de nuevo la necesidad era la reina absoluta y si no quería ver a sus hijos llorar de hambre, no le quedaba más remedio que llamar a la puerta del que sabía que no le traería más que ruina, aún más ruina, si es que ello era posible.

Llevaban cinco días sin que en la casa entrara un céntimo, y sin dinero el único que fiaba era él. Eso sí, primero les obligaba a  poner su huella en un papel, en el que  según él se estipulaba la deuda que contraían.

¡Maldita sea su estampa! Renegaba Luis maldiciéndose por su perra suerte. No sabía leer, ni escribir y eso lo dejaba indefenso ante las artimañas del viejo avaro. Varios vecinos del pueblo  se habían arruinado gracias a su “generosidad”. Solo él y el diablo sabrían lo que escribía en esos papeles, pero la realidad era que siempre al saldar la deuda, esta se multiplicaba varias veces por sí misma.

Si a algún pobre  desgraciado se le ocurría protestar, ya se sabía lo que ocurría. Lo que pasó con Justino hacía ya cinco años, les sirvió a todos de lección para no enfrentarse al mezquino y poderoso Don Miguel.

El pobre hombre llevaba la fragua, como lo habían hecho todos los varones  de su familia desde que se tenía memoria en el pueblo. Aquel invierno fue especialmente duro y acudió al ruin prestamista, para poder comprar lo necesario para su trabajo. Por supuesto se lo prestó tras el consabido ritual de dejar la huella en aquel papel que nadie sabía interpretar –desgraciadamente en el pueblo prácticamente todos eran analfabetos –.

Cuando venció el plazo establecido para la devolución, los cien duros que le había pedido se habían convertido en cinco mil. Justino se encaró con el avaro, incluso le amenazó. Pero el primero lo llevó a los tribunales con el famoso  papel como garantía. A resultas de todo ello, Justino perdió la fragua y la cabeza. Dicen que lo internaron en un manicomio, pero en realidad nadie volvió a verlo nunca. Su mujer y sus hijos se marcharon del pueblo, allí ya no tenían nada y jamás se supo de esa familia. 

Por eso Luis se negaba a acudir a la maldita tienda. Pero la verdad es que se encontraba en una situación límite. De los higos secos que había recogido la temporada anterior, apenas quedaba media caja. Y las últimas heladas habían acabado con los pocos frutos que quedaban en el monte. Esa mañana, en un último intento desesperado antes de acudir al que se le antojaba como su verdugo, acudió a la lonja a ver si con un poco de suerte ese día era seleccionado.

Y contra todo pronóstico ocurrió el milagro. El viejo monasterio del valle estaba siendo restaurado y los frailes andaban buscando mano de obra especializada.

Luis era un buen hombre y sabía que mentir no estaba bien, pero la situación era desesperada y por lo tanto requería medidas desesperadas, de manera que adelantándose a los demás se acercó hasta los que ofertaban  trabajo, asegurándoles que nadie era mejor que él tallando la piedra.

Hasta cierto punto no era falso del todo, cuando de pequeño cuidaba el rebaño, pasaba horas enteras con su navaja en la mano, dando forma a las ramas que iba recogiendo. De hecho pocas eran las casas en el pueblo que no tenían una filigrana de Luis adornando sus estantes.

Darle forma a una piedra no sería mucho más difícil.

Ante la alegría de los frailes, que a lo más que aspiraban era a conseguir un albañil mañoso, se fue creciendo por el camino, describiendo y adornando tanto sus dotes que para cuando llegaron al monasterio, ya se asemejaban a las del mejor de los escultores.

Si los monjes notaron o no su falta de oficio, nunca llegó a saberlo porque jamás se lo dijeron. Además con el paso de los días renació en él su antigua habilidad para la talla y una vez que se acostumbró al cincel y al martillo, llegó a tener tanto manejo de dichas herramientas, como en su día lo tuvo con la navaja.

No ganaba mucho, pero cada día llegaba a su casa con una cesta de huevos, o verduras, o patatas, lo que en las condiciones en las que se encontraban era poco menos que una fortuna.

Fray Gaspar, maestro de obras a la sazón, intimó especialmente con Luis, ya que le fascinaba como era capaz de dar forma a algo en apariencia tan inerte como un pedrusco y un buen día como en un juego le propuso un intercambio:

-“Si tú me enseñas a dar forma a las piedras, yo te enseñaré el secreto de las palabras escritas”

A Luis aquello le pareció él no va más de los imposibles. En el pueblo solo sabían leer y escribir los señoritos y por supuesto Don Miguel. Él no era más que un pobre hombre ¿sería capaz de descifrar los enigmáticos signos con los que el avaro estrangulaba a las gentes de su pueblo?

Si eso fuese posible, ya nunca nadie sería engañado por las malas artes del mezquino prestamista. Él ayudaría a sus vecinos para que nunca más nadie perdiese casa, ni hacienda.

Es más si todo salía bien, incluso podría enseñarlos a su vez a ellos. Y a sus hijos, sobre todo  a sus hijos. El abad le había prometido que para el próximo curso les haría un sitio en la vieja escuela del monasterio, ya que tras la remodelación tenían pensado ponerla en funcionamiento, para los que quisieran aprender por los alrededores.

Su mente iba muy deprisa, estaba tan emocionado con el nuevo mundo repleto de posibilidades que se abría ante él, que estaba ansioso por aprender, tanto que convenció a fray Gaspar para que empezara esa misma tarde tras terminar su jornada.

Como no hay mayor incentivo que la ilusión y las ganas, para la llegada del verano Luis manejaba las palabras tan bien como el cincel.

El primer día que pudo escribir su nombre sin ayuda, lloró tanto invadido por la emoción, que sus lágrimas borraron el objeto de su alegría.

Pero le dio igual, porque era dueño de la más poderosa de las magias, había adquirido una herramienta nueva y poderosa, tan poderosa que lo hacía inmune a alimañas como Don Miguel.

Entonces supo que un nuevo horizonte despuntaba en su vida, ahora llena de sentido, porque había comprendido que la mejor arma para luchar contra la injusticia era el saber. Fray Gaspar le había abierto las puertas del mismo  y ese sería para él un camino sin retorno.

Había comprendido que ese era el camino a la libertad.

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