EL PICÚ
Yoya es el apodo con el que la bauticé personalmente desde pequeño, debido sobre todo a la dificultad que me entrañaba, siendo casi un bebé, pronunciar su nombre Gloria. Ella tampoco alardeó de habilidades para vocalizar el mío, al transfigurar Francisco Javier en Chico Palé. Y así se han quedado hasta hoy.
Los veintiún meses de diferencia de edad que nos separan (desde entonces y afortunadamente hasta hoy), supusieron al principio un intenso caldo de cultivo de responsabilidades para ella –lo empecé a descubrir tarde- y un cómodo colchón de incompetencias para mí –y ahí, perdóneseme, no voy a profundizar-, dejando en sus manos y a su criterio la tarea de dar la cara ante nuestros mayores en situaciones infantilmente comprometidas. Una de estas circunstancias puso claramente de manifiesto que difícilmente nuestras pautas de comportamiento iban a seguir un camino paralelo. Nuestro padre, un enamorado de la tecnología (la que pudiera alcanzar su modesto sueldo), compró, allá por los sesenta y pocos del siglo pasado, un Pick-up (“Picap”, que pronunciamos los británicos) o tocadiscos, –de aquellos en que los altavoces de tela gris brillante servían a la vez de tapa y lo convertían en un maletín-, (un Picú para los advenedizos, vamos), que fue todo un acontecimiento en casa; ¡qué bien sonaban Luisa Linares o El tío calambre y Juanita Banana, de Luis Aguilé! Su manejo era sencillísimo: levantando el brazo de la aguja y desplazándolo a la derecha suavemente, hacía un ligero clic y comenzaba a girar el plato; se ponía la aguja al principio del disco y hala, a dejar sonar. Para detenerlo, bastaba con levantar dicho brazo y acercarlo al centro. Sonaba un cloc, y se paraba.
Pero aquella tarde, no se paró tan fácilmente…
Después de muchos intentos –Déjame tú, que no sabes; espera, ahora yo; es que no es así, es pal otro lao; ¡pero quita la mano!; ¡déjame a mí!; ¡que no!; ¡es así…!
¡Croc!.
Ni clic, ni clac: ¡Croc!
Ya no volvió a sonar Juanita Banana ni Luisa Linares en el picú. Murió en ese instante por una imprudencia infantil y, como era de prever, pagó el pato la mayor. Ella fue el centro de las miradas de reproche y, creo recordar que en aquél momento, no me culpó a mí en su sonrojado silencio.
¿Quién de los dos ejecutó sumarísimamente la última maniobra que le rompió el corazón al Picú? No lo sé, la memoria te regatea las neuronas en corto y te rompe la cintura a menudo, y es seguro que nunca lo sabremos, aunque cincuentaytantos años después, nos deleitamos mutuamente ella y yo, cada vez que nos reunimos de navidades a veranos, con un: “Tú rompiste el picú”.
Y seguro que tiene razón.
Pero ella no lo sabe.
Ni yo.