LAS PIPAS
Probó las pipas peladas. Por un momento ese sabor tan familiar como ya casi olvidado, la trasladó muy lejos de allí. De pronto volvía a tener siete años y estaba jugando con su hermano, como tantas veces hacían.
En esa ocasión el juego consistía en pelar muchas pipas y no comerlas, amontonar las ya peladas y conseguir un buen puñado de ellas y entonces, solo entonces, llevárselas a la boca.
Por unos segundos volvió a paladear la deliciosa sensación que aquello le producía y por unos segundos también, volvió a sentir la presencia de su hermano junto a ella, como estuvieron siempre mientras fueron pequeños, juntos e inseparables.
El calor que invadió su corazón, le hizo mas patente la evidencia de que eso ya no existía y que posiblemente no volvería a existir.
La infancia pasó y como si un huracán hubiese pasado tras ella, de aquel idílico tiempo apenas quedaba nada, ni tan siquiera su hermano.
Bueno, esto último no era correcto del todo, su hermano sí seguía existiendo. Al menos en algún lugar sabía que vivía alguien que llevaba el mismo nombre que él, y que tendría las mismas facciones que él. Mas envejecido, como todos, como ella misma, pero su cara al fin.
Sin embargo, el paso de los años había tenido el mismo efecto de una apisonadora en aquella familia, que en un lejano tiempo se soñó feliz.
Puede que objetivamente no lo fuera, las penurias económicas amargaron la existencia de un padre, que todos ellos tenían más o menos equiparado al mismo Dios. No había nadie tan inteligente como él, ni tan protector, ni siquiera tan cariñoso como él. Quizás fuera eso lo que ocurrió, que él se fue.
Porque pensándolo bien, mientras estuvieron todos lo que conformaron aquel precioso y cálido tiempo de la infancia, de una u otra manera, los fuertes lazos que los unieron siempre, se mantuvieron casi intactos.
Nadie esperaba aquella marcha sin previo aviso. La salud había sido siempre su principal característica, una envidiable salud de hierro, que contrastaba con la debilidad eterna de una madre, a la que llevar una casa de cuatro hijos, se le hizo siempre excesivamente cuesta arriba. Quizás por eso, la figura materna fue la más ausente de aquel maravilloso tiempo, figura que posiblemente usurpó una abuela, tan cariñosa como maravillosamente imaginativa.
Para ellos construyó fantásticos mundos, donde la magia se confundía con la realidad, y donde los duendes convivían con el resto de la familia sin mayor problema, ni conflicto, salvo los conflictos y los problemas que los duendes suelen crear.
Su hermano y ella eran los eternos protagonistas de esa aparentemente interminable historia, que se iba tejiendo en base a sus vidas. Juntos asaltaron castillos, liberaron a los más débiles de las garras del traidor de turno, desenmascararon a los malos que se disfrazaban de buenos, y salieron ilesos de tantas y tantas aventuras, que llegaron a creer que efectivamente, eran los protagonistas de un sueño interminable.
Pero no fue así, el sueño acabó. Crecieron y el dolor de la adolescencia dejó las primeras marcas, en aquella superficie antes impoluta. Luego llegaron otros dolores que desaparecieron también cuando el dolor más terrible se cebó con ellos, cuando la muerte les mostró la evidencia de que el cuento de hadas había terminado. Cuando el punto y seguido se convirtió en punto final.
Por eso esa tarde, tantos años después de todo aquello, las pipas peladas se le atragantaron en la garganta y por eso en esta ocasión, lejos de producir en el estómago aquel lejano deseo de saciarse con ellas, le produjeron un nudo tan grande, que solo cuando las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, logró deshacerse.