INSULTANDO PARA ENCONTRAR LA FELICIDAD
Muchas veces nos obcecamos en buscar la felicidad en sitios y formas que nunca podremos encontrar sin saber que está ahí mismo, a la vista en las pequeñas cosas y actos que nos rodean. Hay quien afirma rotundamente que la felicidad está sobrevalorada y que por eso nos pasamos media vida tratando de encontrarla. Mucho tiene que ver la sociedad asfixiante en la que vivimos que nos absorbe, nos engulle y nos arrastra inexorablemente a ningún lado. Las prisas, el estrés, el trabajo o las cargas familiares impiden tomarse unos minutos de sosiego al día para ponernos a pensar sin verdaderamente somos felices. Una caricia, un gesto amable o incluso una sonrisa en el momento preciso pueden alegrarnos las penas sin darnos cuenta. Ahí es donde reside la felicidad y no lo sabemos, inmersos como nos encontramos en conseguir grandes metas.
Y como la felicidad está en los pequeños detalles, ahora la Ciencia avala que ser grosero nos puede poner más contentos. El insulto, sobretodo cuando se está enojado, produce en nuestro cuerpo una reacción sumamente placentera. ¿Pero porqué las personas groseras son más felices? Según estudios recientes el uso de palabras malsonantes ayuda a liberar emociones y generar una sensación de fuerza. Vamos, viene a decir más o menos que los groseros son más felices, más inteligentes y, por poco, no nos dicen también que más guapos.
Un grosero es aquella persona que dice palabras malsonantes, maldice o directamente adopta actitudes ofensivas hacia los demás. Hay quienes piensan que aquellos que dicen tacos no tienen ni pizca de educación pero –aunque también están en lo cierto- la gran realidad es que la inteligencia es una de las características que suele tener la gente grosera debido a la utilización de un léxico fluido y amplio. La estabilidad emocional, la confianza, creatividad y –sí- felicidad, son solo unas pocas de las sensaciones que experimentan las personas que se expresan de una manera altisonante. La rabia y la fuerza con las que se lanzan las malas palabras nos trae muchos beneficios, como la liberación de emociones e ideas arraigadas en nuestros pensamientos. Pero más vale soltar estas palabras al aire y no con la intención de herir a nadie. No vayan ustedes a salir ahora al balcón y ponerse a insultar a todo el que pase por debajo porque lo más seguro es que reciban una pedrada. Y de las gordas. Así mismo, el uso constante de groserías hace que nuestra sinceridad salga a flote y nos ayuda a reaccionar positivamente en momentos de estrés. Aunque a veces, pienso, no es necesario ser tan, tan feliz y sí un poquito más educado. Seguro que nos encontraremos todas las puertas abiertas.
El insulto, ya sabemos, es un motor funcionando a pleno rendimiento en la sociedad actual –solapado o reivindicativo-, una sociedad que absorbe (y adopta) nuevos términos con fervor para intentar ofender al prójimo con la máxima sangre posible y, de ser necesario, apartarnos de un salto y esperar a que no nos salpique. La cultura del insulto nos ha enseñado (a veces a nuestro pesar) que unas palabras hirientes o un acto que puede ponernos los pelos de punta siempre obtendrán respuesta tarde o temprano. La reciprocidad del insulto es algo que se encuentra instalado y grabado a fuego en nuestro subconsciente como una estrategia para intentar minimizar el daño, el dolor o la vergüenza. Parece ser que un insulto es menos hiriente cuando contraatacamos con otro insulto. Así de simple.
Y aunque a lo largo del tiempo las palabrejas utilizadas para ofender a otros han cambiado, han modificado su significado para adaptarse a los nuevos tiempos y modas, lo cierto es que el firme propósito de las mismas no ha mudado ni un ápice. Lo que sí se podría destacar es que el mismo insulto tendrá diferentes consecuencias según la persona que lo reciba. Porque no es lo mismo que te llame hijo de puta tu cuñado con el que llevas sin hablarte años o el conductor airado que te increpa porque has invadido su carril demasiado justo, a que lo haga un niño de cuatro años: sin duda, cuando nos encontremos en esta última situación nos entrará la risa floja y regañaremos al peque sin mucha convicción.
Luego están aquellas especies proclives al insulto más encarnizado y desmedido como son políticos, árbitros e, incluso, algún personaje o personajillo televisivo que, a nuestro modo de entender las cosas, es más malo y retorcido que Ángela Channing. Parece ser que liberamos endorfinas con estos insultos que, aún a sabiendas de que es poco probable que lleguen a su destinatario, nos hacen sentirnos un poco mejor y creer que formamos parte del inmenso rebaño de borregos que utiliza siempre la misma vereda aunque ésta se encuentre anegada y corran el peligro de ahogarse.
Así que ya lo saben: insultos, pero con moderación. No vaya a ser que por echar afuera lo que nos quema las tripas y evitarnos una úlcera sangrante, acabemos con unos cuantos dientes menos.