LOS CUENTOS DE CONCHA

IRSE

CONCHA CASAS -Escritora-

Es curioso como la infancia, que dura tan poco, puede llegar a ser eterna.

Eso pensaba Laura mientras contemplaba sus manos que se habían convertido en unos informes sarmientos retorcidos.

Sonreía mientras paseaba por sus recuerdos. Cada vez con más frecuencia la visitaban los lugares y los personajes de su infancia. Sobre todo su padre… ¡cuánto lo quiso y cuánto lo lloró!, todavía casi cincuenta años después, su estómago se encogía y las lágrimas asomaban a sus ojos al evocarlo.

Y es que no hubo jamás un padre como el suyo. Cómplice, maestro, guía, protector. Todavía podía recordar su olor, tan suyo, tan único. Posiblemente el olor del amor, que siempre le llegaba en forma de caricia. No había ni una sola ocasión en la que al pasar por su lado no la recibiese.

Últimamente sus recuerdos llegaban plenos de sensaciones. Los colores difuminados, como si los viese a través de un rayo de sol que mantenía en suspensión todas las partículas a su alrededor. Los olores… aquel olor de la despensa de su abuela que  impregnaba todo  lo que allí se guardaba. Las tabletas de chocolate Elgorriaga, que no se libraban tampoco de ese peculiar aroma.

El canto de su abuela, solfeando y tocando a la vez cada canción en un imaginario piano que siempre, a pesar de lo repetido, conseguía sacar la risa de todos sus nietos.

Las excursiones de los domingos, al río, al museo, al parque… daba igual, siempre había algo que ver y siempre era su padre quien los guiaba por los recovecos de aquel mundo que entonces se les antojaba enorme y pleno de tantas historias como él sabía.

 Aquellos  veranos, primero en el pueblo y después en la playa, en  que las excursiones se multiplicaban y cada día era un domingo, pero no como los de después, tediosos y aburridos, sino plenos de descubrimientos y emociones, que con él adquirían otra dimensión.

Y luego aquellas siestas en aquella casona al refugio del sol, en la que su abuela tomaba el relevo y los conducía a través de esos cuentos que ella narraba como nadie y que conseguía trasladarlos a esa otra dimensión en la que la magia no solo es posible, sino imprescindible.

Y curiosamente, ellos dos, su abuela y su padre, su padre y su abuela, fueron quienes primero se fueron. Las primeras muertes de su vida fueron  las de las dos personas que le habían ido dando forma y plenitud. Las dos primeras despedidas de una sucesión de ellas que con el paso de los años, se le antojó imparable.

De hecho, ahora que era ella quien estaba tan cerca de irse para siempre, pensaba que la vida al fin y al cabo, no era más que una sucesión de despedidas que de alguna manera se van llevando pedazos del corazón.

Suspiró sin apartar la vista de esas manos retorcidas que tanto le costaba reconocer como propias, mientras su mente seguía vagando por aquel lejano pasado que cada vez se le antojaba más presente.

Es cierto que su vida había sido intensa, que podría escribir no una novela, sino una saga completa con todo lo experimentado, pero curiosamente sus recuerdos tendían a ceñirse a aquellos primeros años tan lejanos de las penas, que después fueron sepultándolos.

Quizás morir consistía en eso, en retroceder. Una vuelta a la infancia primero, hasta volver a aquella célula primigenia que nos da la vida, para luego unirse de nuevo al cosmos y desaparecer de nuevo.

Pronto lo sabría, ya le quedaba poco. Noventa años son muchos años. Cada día le pesaba y cada noche se acostaba con la ilusión de no despertarse más.

Apenas cerraba los ojos los veía, a todos los suyos. Se acercaban a ella y le sonreían. Sentía tanta paz al verlos, tanta felicidad, que cada mañana abrirlos era una desilusión.

Levantarse para esperar a acostarse. En eso se habían convertido sus días. En una interminable espera en la que el final se sabía de antemano. No la forma, pero sí el resultado. Y lo anhelaba, bien sabe Dios que lo anhelaba. No entendía ese aferrarse a la vida de tanta gente, cuando la vida ya no es tal, sino apenas una caricatura grotesca de lo que debía ser. Ella quería irse, descansar, y para variar, olvidar. No quería más recuerdos, no quería más de lo que pudo haber sido y no fue… solo irse.

Por eso esa madrugada, cuando vio a su padre y a su abuela venir hacia ella sonriéndole y tendiéndole sus manos, se aferró a ellas, sabiendo que su espera había terminado.

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