EL VERBO PROSCRITO

    TROLES URBANOS

JUAN JOSÉ CUENCA -Escritor-

En los folclores tradicionales de todos los países del mundo existen diferentes razas de seres que, de una forma u otra, conviven y perviven entre sus habitantes con desiguales propósitos, asumiendo en la cultura local un rol que no pasa desapercibido. Todos estos seres entran en la categoría de “las cosas que nunca existieron”, pero aún hoy su papel es más que relevante en el ideario común. Con múltiples formas, según la región en concreto un mismo ser puede adoptar distintos nombres dentro de un país, pero siempre con unas características similares.

El trol (del nórdico troll) es una de esas figuras míticas y antropomorfas del folclore escandinavo. Una figura que todos reconocemos por la literatura, pintura, música o las múltiples películas que siempre nos lo mostraron como un engendro proclive al robo y al rapto de humanos con fines inconfesables. También se daban a sustituir a los niños humanos por los suyos propios en lo que se conocía como “niños cambiados”. La simbología nos muestra a esta raza como gigantes diabólicos similares a los ogros de los cuentos ingleses, los cuales solían vivir bajo tierra en montículos o colinas adoptando también los nombres de “gente de la colina” o “del montículo”.

Todas las artes de la época romántica escandinava adaptaron los troles de diferentes formas, a menudo representados como una raza aborigen dotada de enormes orejas y narices. No hay que olvidar que la literatura fantástica y los modernos juegos de rol han contribuido generosamente a la difusión de estos seres, apareciendo hasta el extremo de considerárseles personajes tipo. En el recuerdo de aquellos que ahora andan por los 40-50 años perdura aún aquella bonita serie de animación llamada “David el gnomo”. En ella, un diminuto hombrecillo con un sombrero como de hada madrina nos fascinaba cada sábado con sus coloridas y emocionantes aventuras. Todo a lomos de un zorro más veloz que el mismísimo Carl Lewis. Y como toda serie (sea de animación o no) que se precie, contaba también con los villanos por excelencia: los troles. Se les representaba como seres sucios, no demasiado listos y con un afán inconmensurable por fastidiar al prójimo.

Aunque parezca mentira, si nos empecinamos en observar detenidamente a nuestro alrededor descubriremos que los troles existen, son de carne y hueso. Al menos un tipo de trol que, según vayan ustedes leyendo, van a reconocer de inmediato. Hablamos del trol urbano, aquel trol que vive agazapado en las sombras de las grandes urbes dando zarpazos a diestro y siniestro a todo lo que se le ponga por delante. En este caso da igual que vayan vestidos de traje o con un chándal Adidas. La maldad, en sus múltiples apariencias, anda por doquier por calles y aceras, pero lo más triste es que cuando nos cruzamos con alguno de ellos no hacemos nada por defendernos. Estamos tan acostumbrados a que se mimeticen entre nosotros que no nos damos cuenta del daño que pueden llegar a causarnos.

Unas veces será necesaria sólo una mala palabra, una mirada con desdén o un gesto brusco y obsceno para que toda la maquinaria de la maldad eche a andar provocando un pequeño -o gran, según el caso- cataclismo. No me negarán ustedes que no se han encontrado más de una vez con uno. Los troles pueden tomar la apariencia del vecino del 2º, la de una mujer que tira del carro de la compra o la del niño que nos aporrea la cabeza con el balón y luego se enoja porque hemos desviado la trayectoria hacia la portería.

El respeto, la empatía y la solidaridad son bienes escasos y, por lo tanto, se venden caros. Tan, tan caros que ya no nos preocupamos siquiera en buscarlos y cultivarlos. Ese ser malhumorado y dañino que es el trol se ha apoderado de muchos de nosotros sin apenas habernos dado cuenta. Las sensaciones negativas vienen acompañadas de actos negativos como en una espiral sin fin, como una cadena que nos oprime y nos coarta; no en vano, somos animales de costumbres que asimilamos por la experiencia, por la observación detenida del medio que nos rodea.

Los troles son, actualmente, seres urbanos que no necesitan de disfraces ambiguos para esconderse. Nos los podemos encontrar en cualquier esquina. Pero al fin y al cabo siguen siendo extrañamente anodinos, como un lienzo desdibujado que rezuma odio por todos sus poros. Si pasamos de largo, si no les prestamos la más mínima atención, no nos afectará la maldad que los impregna. Pasarán de largo con un poco de suerte y nos dejarán sólo un regusto amargo que nos podremos quitar de encima fácilmente, como el que se sacude una fina capa de caspa de la hombrera de la chaqueta.

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