CORONAVIRUS O LA CRISIS DEL PAPEL HIGIÉNICO
Vamos a morir. Todos. Sin remisión ni forma humana que nos exceptúe de este amargo trance. Somos finitos -qué duda cabe- pero eso no nos hace conformarnos, ni parecemos caer en la cuenta de que sólo somos una partícula entre todas las cosas finitas. Sí, vamos a morir todos. El caso es que algunos lo harán muy viejecitos, arropados en su cama y rodeados de sus familiares sucumbiendo a un dulce sueño; otros lo harán por alguna enfermedad rara contraída en las últimas vacaciones a un destino exótico, o porque le ha picado una serpiente o se le ha comido un león desde el codo hasta la rabadilla; muchos sucumbirán ante el cáncer y otros lo harán en un accidente de coche o moto. Sin duda, esta pandemia mundial que nos está azotando también nos está dejando (y nos dejará, lamentablemente) muchos muertos, aunque siempre serán muchos menos que las producidas por otra causa distinta.
El Covid-19 (o Coronavirus) nos está golpeando de lo lindo. Nos está haciendo ver lo frágiles que somos – de hecho somos los más frágiles de la Naturaleza- y está sacando de nosotros lo mejor y lo peor del ser humano. A estas alturas obviaremos lo que todo el mundo conoce por la televisión e Internet, las recomendaciones sanitarias y de profesionales varios por mucho que algunos irresponsables se estén saltando el estado de alarma a la torera. Es algo que ya teníamos que tener asumido desde el día primero: hay que quedarse en casa y punto. Pero parece ser que aún hay quien no se da por aludido. Esta enfermedad es más grave de lo que nos venían contando y – lo que es casi peor- de lo que nos veníamos creyendo. Además de las previsiones más o menos alarmistas y de que esta pandemia parece ser que viene para rato, en una situación de estas características suelen aflorar multitud de efectos colaterales en los que nos iremos centrando poco a poco para intentar desgranar este berenjenal en el que nos hemos metido.
Lo primero que me llama poderosamente la atención es el estado permanente de alerta que se escinde de una enfermedad de tales dimensiones. Las autoridades sanitarias (aquella sanidad pública tan denostada no hace mucho) se encuentran desbordadas y en primera línea de fuego, sin medios y contagiándose del dichoso Covid-19 casi sin remedio; profesionales de la Guardia Civil, Policía Nacional, Policía Local y hasta el Ejército patrullando sin descanso intentando que la gente no se salte la cuarentena; agricultores que se han echado a la calle junto a los servicios de limpieza en un intento desesperado de desinfectar calles, parques y edificios… Todo, absolutamente todo el mundo, está poniendo su granito de arena para que todo vaya un poco mejor y esto acabe cuanto antes.
A los ciudadanos de a pie, como les decía, se nos pide bien poco: que no salgamos de casa, que lo hagamos lo imprescindible y siempre por una causa justificadísima como puede ser comprar víveres, medicinas o acudir al médico. Poco parece, en verdad, pero a algunos se nos está haciendo cuesta arriba. De nada sirve que cada tarde nos asomemos a los balcones para aplaudir a todos esos profesionales que están dando el callo por nosotros, si más tarde sacamos a pasear al perro 55 veces al día aprovechando para hacer ruta turística por el barrio, si nos agolpamos en los supermercados como una horda inmisericorde de trolls hambrientos o intentamos reunirnos en pisos o locales para montar una fiesta. O somos gilipollas… o somos gilipollas. No nos damos cuenta o no queremos ver que cada día que pasa el número de infectados nuevos y muertos va creciendo, que si un familiar o un amigo tiene la desgracia de enfermar se lo llevan de nuestro lado, no podremos verlo ni cuidarlo y, si todo acaba en un fatal desenlace, ni siquiera tendremos la oportunidad de estar a su lado una última vez y poder despedirlo con un sepelio digno. ¿Es que no nos damos cuenta de dónde estamos metidos? Unos irresponsables egoístas es lo que somos. Solemos mirarnos el ombligo sin pensar en el prójimo aunque, afortunadamente, también podemos encontrarnos con el caso contrario: aquellas personas, sublimes, altruistas y maravillosas que sin tener una profesión de riesgo están haciendo todo lo posible para que los demás encontremos más llevadero este encierro. Poesía y cuentos por las redes o Whatsapp, música de todos los colores en los balcones, consejos e informaciones médicas, entretenimiento para los peques, manualidades, series, documentales o películas gratis en las principales plataformas…, una riada de solidaridad que a más de uno ha dejado perplejo. Y es que en estos tiempos difíciles la mayoría hemos entendido que tenemos que formar una piña, todos a una como mosqueteros armados con mascarillas y guantes de látex para salir victoriosos e indemnes. Todo lo demás son soplapolleces que intentan maquillar la cruda realidad.
Mención aparte merece el tema de la población con más riesgo de contraer el dichoso Coronavirus. Aunque nadie esté exento de hacerse anfitrión a la fuerza de este bicho, está claro y demostrado que aquellas personas con un tramo de edad avanzado o con alguna dolencia o complicación que pueda agravar la enfermedad, son los más susceptibles de caer en sus garras. El Gobierno y todas nuestras autoridades se han visto sobrepasados por esta pandemia. Eso es cierto. Amén de mentiras solapadas, mentirijillas con filtro y desconocimiento absoluto de qué hacer ante una situación así (o aplicar el conocimiento demasiado tarde, confiados e ilusos), aquí cada uno ha ido salvándose como buenamente ha podido. Los políticos, en su línea de actuación permanente e inmutable, se agarran a un clavo ardiendo y luego, presumiblemente, vuelcan las ascuas sobrantes de un fuego incierto en el tejado del vecino más próximo; los Cuerpos de Seguridad currando con sus propios medios para no contagiarse e incluso siendo sancionados o amonestados por usar mascarillas en un intento desesperado de preservar su salud y la de sus familias que esperan en casa; el personal sanitario doblando turnos en hospitales y centros de salud, como ángeles custodios que velan por nosotros mientras sólo nos preocupamos de escondernos lo mejor y más rápido posible.
Y después está aquel espécimen al que casi no le echábamos cuenta, aquel que sólo merecía, quizás, un escueto “hola” en el mejor de los casos, alguien nimio que siempre estaba ahí plantada como una farola en la carretera del Puerto: los dependientes y cajeros/as de tiendas varias y supermercados. Desde que comenzó esta crisis también han estado ahí, imperturbablemente, estoicamente, aguantando avalanchas, empujones e improperios. Más de uno creía que nos adentrábamos en una guerra civil y había que hacer acopio de alimentos antes de que éstos desaparecieran de las estanterías, acaparando, comprando aquello que no necesitábamos o que no habíamos adquirido jamás antes (para algo servirá, claro), dejando desabastecidos y sin posibilidad de otra opción a aquellas personas mayores que no pueden acarrear mucho peso o que por su economía tienen que ir comprando prácticamente al día. No me imagino esas despensas a rebosar de lentejas o macarrones, que cuando acabe todo esto (que acabará, no tengan la menor duda) más de uno va a tener que poner un puesto en el mercadillo de los martes o en la puerta del Carrefour.
¿Y qué me dicen de ese afán desmesurado por hacerse con ingentes cantidades de papel higiénico? La gente podría haberse decantado por las pilas, geles de baño con olor a macadamia, atún en escabeche o, incluso, condones. Pero no. He aquí que parece ser que lo más importante que tenemos, por encima de todas las cosas, es el culo. Si tengo que morirme que sea con el ojete limpio, oye. De locos… Se ve que toda esta gente no conoce el bidé, con su agüita templada y su monomando cromado, o el papel de cocina o las toallitas húmedas. Confieso que, en una apuesta, lo habría jugado todo a que las señoras iban a hacer acopio de tampones y compresas (que parece ser que no, sigue ganando por goleada el papel del váter) y que los hombres se iban a destrozar las pecheras abasteciéndose de cervezas y comida precocinada (otra vez no).
En fin, aguantaremos estoicamente lo mejor que podamos esta comezón, este sin vivir que nos atenaza las piernas por no poder darles rienda suelta por calles, campos y playas. Ya se sabe, lo que tardan en prohibirnos algo (aunque sea por nuestro bien) es lo que tardamos nosotros en desarrollar un ansia inusitada por hacer todo lo contrario.
A los agoniosos del papel higiénico les deseo de verdad, de todo corazón, que sus nietos en un futuro lejano puedan hacer arte abstracto con él, que le saquen alguna utilidad además de limpiarse el culo, porque si no apañados van…
A todos los demás… paciencia y a quedarse en casita, por favor.