EL RIZO
Había acariciado su cabeza tantas veces, que cuando ese día sus dedos se enredaron en sus rizos se sorprendió de su sorpresa. Jugó con el caracolillo que caía sobre la frente de su amante, como si fuera la primera vez que lo hacía.
Acaban de amarse y se abrazaban en esa paz única que sienten los cuerpos tras haber librado la más dulce de las batallas. En silencio, porque en esos momentos las palabras sobran. En su lugar las caricias ya suaves y cansadas, se expresan en ese lenguaje sin palabras que tan bien conocen los amantes.
Y fue entonces cuando de una forma distraída su dedo corazón se enredó allí, al lado de la sien que palpitaba todavía exaltada por lo que acababa de vivir.
Se acurrucó aún más en sus brazos y con un movimiento inconsciente subió el embozo de las sábanas, que se habían escondido asustadas ante tanta pasión. Sábanas que por otro lado eran expertas en esas lides. Fueron parte del ajuar de alguna de las mujeres de la familia y había tantas noches de amor en su intensa y larga historia, que por eso olían el dulce aroma que desprenden los amantes y por eso ante su llegada, se retraían tímidas y huidizas hasta los pies de la cama.
Desde allí, mudas y encogidas, esperaban acurrucadas el momento final en el que siempre alguno de los dos amantes se acordaba de ellas y las reclamaba para cubrir sus sudorosos y ya fríos cuerpos.
Y eso fue lo que hizo ella entonces sin caer siquiera en la cuenta de que lo estaba haciendo, sin poder apartar los ojos de ese rizo de su amante en el que se había enredado.
Fue un instante fugaz, de esos en los que pasan varios luminosos y alegres siglos sin tiempo y en el que de pronto se toma conciencia de que algo está pasando. Algo que quedaría en ella para siempre, aunque aquello acabase temprano.
Eran los últimos fríos de Mayo, pero las campanillas que sonaban en su cuerpo, aún cantaban mientras se pegaba aún más al hombre que las había puesto en movimiento. Lo echaba ya de menos cuando aún ni había salido de su cuerpo.
La consciencia también había debido irse con las sábanas, porque no había ni rastro de ella, en su lugar había dejado solo una intensa amalgama de sentimientos y sensaciones que hacían palpitar su cuerpo entero, convertido en el receptáculo donde él se derramó.
Por eso, en una de esas extrañas alucinaciones que la debilidad producida por el deseo satisfecho produce, sintió como su corazón se escapaba de ella. Y a través de su brazo primero y de su mano después, pasaba por su dedo y se quedaba prendido en ese rizo, que ya, como su en su día ocurrió con las mismas sábanas con las que se protegían, nunca volvería a ser solo un mechón de pelo, sino el símbolo maravilloso y eterno de una espléndida noche de amor.