EL PRÍNCIPE AZUL
Todavía no lo sabía, pero esa era la última vez que se acostaban juntos.
Ella llevaba intuyéndolo un tiempo y cuando llegaron al hotel y vio que les había tocado la habitación número 11, supo que algo iba a ocurrir.
El once era el número que regía su vida y siempre que se encontraba ante él, sabía que las fuerzas que movían su destino estaban actuando.
Él no sospechaba nada. Lejos de ello, vivía cada segundo como si fuera el último. Lo que sentía por esa mujer no era una simple pasión, lo que él sentía iba más allá de la razón y del entendimiento. Sencillamente vivía por y para ella.
Cuando la conoció tenía un pie en la tumba, o eso creía él. Llevaba tres años jubilado, varios amigos suyos habían muerto en una sucesión aritmética tan exacta, que daba por hecho, que según el cálculo de probabilidades, a él le quedaría poco para unirse a ellos.
Y aunque amaba la vida, tampoco le importaba mucho. No es que con la jubilación sintiera que todo había terminado, ni mucho menos, pero lo que le quedaba, se le presentaba tan poco atractivo, como prescindible: paseo por la mañana para mantenerse en forma, café con los conocidos de siempre, conversaciones sobre el partido del día anterior, o sobre la barbaridad que había cometido el político de turno, los chismes del barrio…, vuelta a casa para la hora de comer ; dormitar mientras veía la novela con su mujer y luego a la partida de dominó con los mismos amigos, hasta la hora de la cena.
Así un día tras otro, en una sucesión tan rutinaria como aburrida, en la que de pronto se había percatado de lo poco que tenía en común con su mujer y en realidad con casi todos esos que llamaba amigos.
Por eso no le importaba mucho ser el siguiente y por eso ella, se había convertido no ya en la razón de su vivir, sino en la vida misma.
Él era rico y mayor, le llevaba más de veinte años, y aunque ella había pasado ya los cuarenta, a su lado pasaba más por su hija que por su amante. Era muy guapa, de esas mujeres que como los buenos vinos mejoran con la edad. Su porte altivo y sus andares de diosa, le conferían para él un valor mayor del que en sí mismo tenía.
A través de sus ojos la comtemplaba como quien contempla el mismo naciemiento de Venus, era tal su adoración, que provocaba una especie de efecto dominó: cuando la llevaba a su lado, todo el que la miraba veía lo mismo que veía él: a una auténtica diosa.
Se conocieron por casualidad, como casi siempre pasa con estas cosas. El impacto en él fue inmediato. En ella no. Tardó en conquistarla seis años, tres meses y dos semanas, cifras que sumadas entre sí volvían a dar el once, con el que la vida de ella giraba.
Ella nunca lo amó, lo quiso mucho, eso sí. La conquistó a base de amarla y de adorarla. Era tal el fuego que salía por sus ojos, que llegó a quemarla y conseguir que entrara a formar parte de su propia hoguera.
Muchas veces quiso escapar . Sentía que se abrasaba en un fuego que no era el suyo, pero él conocía muy bien qué resortes tocar, para que en esa relación siempre sonara la música y no reparaba en gastos para conseguirlo.
Creó para ella un mundo mágico, el cuento de hadas con el que todas las niñas sueñan, con una única pega: el príncipe no era el adecuado.
Aún así, la princesa jugó a serlo, se dejó seducir y halagar hasta que se vio envuelta en una tela de araña fabricada de diamantes y lujos, de la que no podía, o no sabía escapar.
A cada cita acudía planeando como decirle que se iba, que el sueño terminaba… pero cada vez que intentaba hacerlo, como si de un prestidigitador se tratara, él sacaba un conejo de su inacabable chistera y sellaba los labios con ese amor, que a ella llegaba a resultarle ya doloroso, tremendamente doloroso.
Por eso ese día, cuando llegaron al hotel y vio los dos unos en la puerta de su habitación, supo que lo que tenía que ocurrir, ocurriría. No sabía cómo ni de que manera sucedería, pero tenía la convicción de que así sería.
Por eso, esos dos días estuvo especialmente cariñosa con él, quería regalarle el mejor recuerdo posible para esa despedía, que él ni siquiera podía llegar a aventurar.
Quién se lo dijo a su mujer y quién le informó del hotel en el que estaban, fue algo que nunca llegaron a saber, ni en realidad importó mucho para esta historia.
Pero los intereses eran muchos, demasiados como para que él pudiese hacer lo que realmente deseaba.
Y la ocasión, a pesar de lo desagradable y violenta, perfecta para que la protagonista del cuento pudiese regresar a su realidad, sin provocar en ese aspirante a príncipe azul, un dolor que sabía que le partiría el corazón.