MURIÓ EN SUS BRAZOS
Ella murió en sus brazos, pero no falleció el amor.
Junto al río, testigo de su romance, el murmullo del agua se la llevó y en una poza se escuchó su último adiós.
La enterramos en el monte que la vio nacer. En la misma montaña donde emana el río que arrastró su alma.
Al cementerio fuimos con ella. Del cementerio volvimos sin nada.
Ya sólo quedan recuerdos y él está otra vez allí, sentado en esa roca donde se fue el espíritu de una esposa, dejando, en el regazo de su marido, su esbelto y hermoso cuerpo sin vida.
En el paso del agua imagina, ensimismado, reflejado su dulce mirar.
Ya solo le queda esperar, pues hasta para morir hay que tener paciencia.
Algún día, no tan lejano, se agolpará en las aguas de ese río y en el fluir de la corriente se unirá de nuevo a ella.
¨Gracias por compartir nuestra alegría¨, decía.
¨Gracias por compartir nuestra tristeza¨, lloraba.
¨¡Gracias por compartir conmigo tantísimo amor, en lo que me ha parecido tan poquísimo tiempo!¨, gritaba enloquecido a un arroyo embravecido.
¨Y que tu vida se celebre siempre en este río. Afluente de vida que muere y revive¨, de pronto susurró.
¨Disfrutemos, mientras perdure el caudal, de tu risa en sus pequeños saltos de agua y de tu ejemplo de bondad y amor al prójimo, en su cauce recto, de torrente vigoroso hacia el mar¨, concluyó mi anciano amigo, mientras yo le observaba, medio escondido, en silencio y sin querer importunar.