EL ÚLTIMO VIAJERO ROMÁNTICO

VIAJE HACIA EL CORAZÓN

Iñaki Rodríguez -escritor-

La guerra contra nosotros mismos llegaba a su fin. De los diversos frentes nos llegaban partes de guerra falsos augurando una victoria. Las tropas del enemigo lo controlaban todo y estábamos perdiendo la fe, como se perdía el sol en el ocaso del día. La derrota más reciente, la de la razón contra la sinrazón, había minado la moral de nuestras tropas. 

Nuestros antiguos héroes, los valores de antaño, hacía tiempo que estaban enterrados, pero lo más preocupante era que el campo de batalla, el planeta Tierra, estaba también en peligro de extinción, por culpa de los seres humanos sin distinción de bando. En el cielo, nubes cargadas de radiactividad sobrevolaban nuestras cabezas y en la tierra, la violencia y los rituales satánicos hacían tambalear nuestros pies. Mucha gente, a favor de lo bueno que hay en nosotros, vio en la oración la única respuesta ante la magnitud que habían cobrado los hechos. Yo también rezo, rezar es el camino más corto hacia el bien, pero parecía que Dios se hubiera olvidado de nosotros. Entonces me armé de valor y decidí hacer el viaje más audaz que había hecho en mi vida: El viaje hacia el corazón. Sólo había una persona que sabía cómo llegar: Teodoro el Ermitaño. Preparé un poco de comida, agua y algo de ropa y emprendí el viaje hacia la Fuente del Avellano, en el Sacromonte, donde había oído que lo vieron por última vez. De camino hacia allí paré a dormir cerca de una cascada en Vélez Benaudalla. En medio de la noche apareció un ser con la cara deformada, mitad carnero, mitad humano. Me despertó dándome un susto de muerte y defendiéndome con una ramita prendida en el fuego de mi hoguera, lo exhorté a que me dejara. Pero él decía: «No seas tonto ¿Dónde vas? Todo está perdido. Ven conmigo». Yo seguí alejándolo y por fin desapareció en la oscuridad de los montes.

A la mañana siguiente continué mi camino y otra vez me sorprendió la noche casi llegando a Granada, en el Suspiro del Moro, una colina donde dicen que Boabdil lloró la pérdida de su reino. Allí volví a acampar y yo también lloré la pérdida del mío. Esta vez me quedé dormido machete en mano. Durante mi sueño noté que algo me estrangulaba, desperté y en medio del pánico sentí cómo una bicha enorme me retorcía el cuello diciendo: «No te puedo dejar ir a ver a aquel loco ermitaño». No sé cómo pude, pero me liberé de su abrazo, me levanté y le aplasté la cabeza para salvar mi vida y nació de nuevo el día y me puse en marcha hasta la sagrada colina: el Sacromonte de Granada. No me fue difícil oír hablar de Teodoro, todo el mundo lo conocía pero nadie sabía cómo dar con él. Al llegar a un viejo olmo oí la tímida voz de una fuente. Me encontraba justo a los pies de la Alhambra. Mientras allí arriba se hablaba de lujo y glamour, aquí abajo, a los pies del viejo Alcázar, esta hermosa fuente susurraba un lenguaje cargado de humildad y sencillez que, no sólo aplacaba la sed del viajero, sino que también aliviaba la mente y el espíritu con su dulce y continua melodía. Al beber de sus aguas se abrió un hueco en la pared y oí que alguien me llamaba: «Iñaki ven», la voz no me dio miedo, todo lo contrario, caló en mi alma de tal modo que entré en la ladera del monte, aun sabiendo que podía acabar allí, atrapado para siempre. Pero no se cerró y continué el camino. La luz del sol me seguía a todas partes y no me dejaba jamás, a pesar de andar cientos de metros por aquella caverna, hasta el mismo buche de la montaña. Al llegar a un pequeño estanque, tan bello que me pareció estar en el cielo, apareció un barbudo harapiento que se presentó como Teodoro y me dijo: «Déjate llevar por el camino del corazón cuando este tenga un propósito bueno como el que hoy te trae hasta aquí. El rencor no lleva a ninguna parte y acaba con la destrucción del ser. No te fíes de los falsos ídolos, tan sólo de tu fe. La que te lleva a creer en un mundo mejor, la que te arrastra por encima de las cosas materiales hacia el espíritu y llena de sosiego el corazón. No habrá paz en el mundo si no hay paz en el alma. Aprende a perdonar, amar, andar con el corazón y no sólo con las piernas».

Entonces el ermitaño abrió una compuerta y una enorme luna nos dio la bienvenida al Patio de los Leones. Tras andar un rato por los palacios nazaríes, entre resplandores, me di cuenta  que la luz que me había seguido a todas partes ya no estaba. Teodoro se detuvo, alzó su mano, miró al cielo con ternura y se despidió diciendo: «Oh Señor Jesús, apiádate de mí que soy un pecador». Así emprendí el maravilloso viaje hacia mi corazón, una expedición que nunca termina y cuyo destino es el viaje en sí. Un trayecto a través de seres deformes y ermitaños, de opulencia y fuentes sencillas, de soles y lunas (que brillan pero no calientan).

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