Manolo Domínguez García
-Cronista Oficial de la ciudad de Motril-
El mayor incendio de la historia de Motril en 1721
Desde que conocemos datos documentales de la historia de Motril en el último tercio del siglo XV, ya existían, ingenios azucareros y casas de blanqueo en los que se elaboraba azúcar en bruto y refinada de una muy buena calidad y que, además de abastecer los reinos de España, era exportada a Italia, Francia, Alemania, Países Bajos y a otros lugares del continente europeo.
Los ingenios, trapiches y casas de blanqueos realizaban su proceso de transformación del jugo de la caña en azúcar y “sus procedidos” por medio de la cocción. Las fogatas de los hornos de las calderas de cuajar, melar y tachas de esas antiguas fábricas azucareras ardían sin parar todos los días del año. Desde diciembre a junio se realizaba en los ingenios y trapiches la molienda y el proceso de transformación en azúcar en bruto en las “cocinas” de esas fábricas y el resto del año este azúcar se volvía a cocer el las casas de blanqueo para refinarla y obtener los segundos y terceros azucares, quedando al final del proceso la conocidísima y sustanciosa miel de caña, alimento muy usado por las clases más pobres motrileñas a lo largo de toda la historia de toda la Edad Moderna.
Para mantener el ritmo de transformación las fogatas de los cinco hornos de los ingenios y los tres de los trapiches, tenían que estar ardiendo noche y día y fácilmente podremos imaginarnos las enormes cantidades de leña que necesitaron y consumieron a lo largo de estos siglos. Miles de hombre trabajaban rozando las leñas y transportándolas a los ingenios. En cálculos del siglo XVII cada horno consumía unas veinte carretadas de leña por día.
Por esta razón, era lo normal que en las plazas de cañas de las fábricas y en los terrenos circundantes se apilaran imponentes montones de leña, brozas y gabazo, llegando, los ingenios y trapiches, a quemar todo lo quemable del término de nuestra ciudad: árboles, arbustos, matojos, aneales, adelfares, etc.
Incluso a fines del siglo XVII, por real provisión de Carlos II, se llegó a prohibir que el ganado vacuno pastase en los términos de Motril y Vélez Benaudalla, ya que, los pastos para este ganado, eran necesarios “para el avio de los ingenios”.
Así, las gigantescas pilas de material combustible se almacenaban durante meses, esperando poder alimentar las voraces fogatas de los hornos.
No era de extrañar que leña, paja, brozas y bagazo secos ardieran en numerosas ocasiones a lo largo de la historia azucarera de Motril.
Pero de todos los incendios que sabemos, quizá el más grande fue el ocurrido el 26 de marzo de 1721.
Conocemos los datos de este incendio gracias a que lo relata el padre guardián del convento de Capuchinos en un memorial dirigido a Concejo municipal de la ciudad, por el que pedía que la autoridad local obligase a los dueños de las fábricas azucareras a quitar las pilas de leña que tenían arrimadas a las tapias de su convento. Temían, los frailes, que si ardían, la iglesia y el convento capuchino desaparecieran devorados por las llamas.
Ya se había registrado un pequeño fuego el 24 de marzo a las doce de la noche en el ingenio de la Palma que estaba situado junto al camino de Salobreña a la salida de Motril y que fue sofocado por los obreros de la fábrica rápidamente; pero el día 26, siendo las tres de la tarde, se incendiaron las pilas de leña del ingenio del Toledano que se encontraba en las inmediaciones del convento de Capuchinos.
Cuando mucha gente ayudaba a los trabajadores de esa fábrica a extinguirlo, comenzaron a arder casi simultáneamente las leñas de los ingenios de la Palma y el Viejo, situado, este último, en las proximidades de la actual plaza del Tranvía. Pronto los fuegos, debido a que se levantó un fuerte viento, adquirieron unas proporciones extraordinarias. Motril se encontraba rodeado por tres enormes incendios, temiéndose que en cualquier momento se propagasen las llamas a las casas y a la vega. Podría desaparecer así la ciudad. El miedo invadió a los motrileños.
Al tañido de alarma de la campana de la Iglesia Mayor, todos los habitantes de la ciudad acudieron en masa a luchar contra el fuego y tras largas horas de formidables esfuerzos, en las que lucharon contra el fuego, codo con codo, hombres, mujeres y niños, se consiguió, por fin, extinguirlos.
Al día siguiente, los santos patrones motrileños, la Virgen de la Cabeza y Nuestro Padre Jesús Nazareno, en una solemne procesión recorrían las principales calles de Motril, seguidos por una gran multitud, en acción de gracias por haber evitado una colosal tragedia.
Ahora más que nunca, los motrileños comprendieron aquella vieja ordenanza que se trasmitía, seguramente, desde tiempos musulmanes, por la que se prohibía que bajo ningún concepto los ingenios azucareros estuviesen dentro de la población, intentando evitar que en cualquier momento la ciudad desapareciera pasto de las llamas.