EL ÚLTIMO VIAJERO ROMÁNTICO

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UN VIAJE DE ENSUEÑO

Iñaki Rodríguez -Escritor-

Ocurrió en verano. Veinticuatro horas antes de partir de vacaciones, la agencia de viajes nos envió las tarjetas de embarque, pero faltaban las de las niñas. Entonces me pregunté: “¿Será una señal para dejarlas aquí y descansar? Estar a solas con mi mujer, un tiempo, estaría bien” … Pero un ruido ensordecedor, que recorría como un tren de mercancías el pasillo de casa, hizo que, rápidamente, volviera a la realidad. Nos despertamos a las cuatro de la mañana y, ya en el aeropuerto, hicimos cola hasta la extenuación, por culpa de las dichosas tarjetas. Cuando por fin nos las dieron (a eso de las nueve) y embarcamos en el avión, nos comunicaron que se había producido un fallo técnico y nos dejaron allí, como sardinas en lata, aproximadamente otras tres horas. Durante el trayecto, aquello se movía más que una burra coja bajando una cuesta. Al llegar a nuestro destino, nos faltaba una maleta que nunca apareció. Cuando salimos del aeropuerto, la persona que nos debía esperar allí, no estaba. Después de una hora de confusión, se presentó un hombre y nos regañó, a pesar de aguardarnos en la terminal equivocada. En la recepción del hotel, eran muy amables y nos atendieron estupendamente, aunque el dominio de idiomas de la recepcionista brillaba por su ausencia y más bien, nos entendimos por gestos. No importó cuanta gesticulación intercambiamos, al final nos dieron la habitación a la que nadie quería ir. Estaba en el ala oeste, tardamos unos quince minutos en llegar desde el ascensor y la encontramos porque nos perdimos. Al intentar entrar, la llave no funcionaba y lo echamos a suertes, a ver quién volvía a conserjería. Me tocó y cuando regresé de aquella especie de yincana y con la llave actualizada y sudando la gota gorda, por fin entramos en la habitación. Era todo pasillo, con el techo descolgado y sin la terraza prometida y eso sí, caliente como el desierto de Atacama. Encendimos el aire acondicionado. El aparato hizo un ruido parecido a un avión de la primera guerra mundial, después de ser alcanzado y entonces sonó un estruendo y prendió fuego.

Salimos gateando de aquel infierno y entre la humareda, encontramos y de «chiripa» la escalera de emergencias. Al bajar a recepción, nos cambiaron de habitación. Ya en la nueva «chambre» y tras una actuación magnifica, por parte de los bomberos, un martilleo constante desde media noche que, sin duda, venía de la habitación contigua, nos perforó lo que aún nos quedaba de sentido común. Me dijeron en el hotel que estaban de obras y que, además, tenían permiso para hacerlo a cualquier hora. A la mañana siguiente y con unas ojeras como dos campos de fútbol, fuimos a desayunar con nuestra pensión completa. Al entrar en el restaurante nos dijeron que, efectivamente, teníamos pensión completa, pero que abrían a las ocho de la tarde. Entonces pregunté a mi mujer “¿Qué tipo de pensión completa es esta?” y no contestó. Nos marchamos y tomamos café en un bar, uno de esos que dan a los terroristas para que hablen. Increíble pero cierto, todavía tuvimos fuerzas para pasear por la ciudad y se nos hizo tarde. Con las cocinas ya cerradas, pedimos croissants con jamón y mantequilla, en el único local abierto. Vinieron los croissants y la mantequilla, pero el jamón no venía. Llamamos a la camarera y se volvió a llevar los croissants y también la mantequilla y al traerlos de nuevo, vimos que, sospechosamente, el jamón relucía y nos dimos cuenta que todavía tenía el plástico. Se nos quitaron las ganas de cenar y fuimos a comprar algo de ropa al estadio, antes de entrar al concierto, porque la mía la había perdido la aerolínea (solo Dios sabe dónde).

Después de varias horas de cola para acceder a nuestros asientos, nos comunicaron que se había cancelado. ¿Mente positiva? ¡Vamos al parque de atracciones! ¡Quien no haya estado en la nueva montaña rusa no ha vivido! Nadie nos dijo que aquello daba la vuelta y al vernos todos boca abajo, a doscientos kilómetros hora, creamos un recuerdo inolvidable, sobre todo cuando al coreano de al lado se le cayó la dentadura. Al volver al hotel, nos equivocamos de habitación, lo que no es de extrañar, porque había dos con el mismo número. La puerta estaba abierta y todo igual y como lo dejamos, aunque me pareció raro que, donde había varias camas «Queen», ahora había camas supletorias con colchones “picolín” y aunque no bebo, achaqué todo al estado de semi embriaguez producido por nuestro paseíto en la montaña rusa. Ya estábamos todos en la “piltra”, tan a gusto y viendo la tele, cuando de repente entró otra familia.  Hubo gritos y sobresaltos, pero al final nos hicimos amigos y acabamos juntos viendo Netflix.

Al despedirnos, a la señora se le cayó una lágrima y nuestros hijos hicieron buenas migas. Al día siguiente nos aguardaba un viaje estupendo ¡Nunca habíamos montado en globo! ¡Que ilusión! Cuando llegó el momento de soltar amarras aquello volcó y los veinte de abordo caímos por la borda. Menos mal que estábamos en un lago. Volvimos al hotel empapados y la verdad, ya no apetecían más aventuras. Por la mañana, nos quedamos dormidos y al empaquetar, noté que faltaba la ropa que me había comprado. La dejé tendida, en el baño. “Al hacer la habitación, la señora de la limpieza habrá revuelto sus cosas con las toallas. Para recuperarlas, por favor métase en la aplicación”, dijo el supervisor. La limpiadora, con el ajetreo, se había llevado todo y me había dejado en pijama. Me metí en la aplicación, pero no funcionaba. “Se nos ha caído el sistema”, comentó otra vez el gerente. Hicimos el “check out” a mano, porque los ordenadores no funcionaban y noté que la gente me miraba. Seguramente notaban que los pantalones, de la mayor de mis hijas, me quedaban muy estrechos. Nos aguardaba en la puerta el mismo hombre que nos había recogido y otra vez nos regañó.

Conduciendo al aeropuerto, ese señor no calculó el tráfico y perdimos el avión. Un día después de lo previsto, por fin llegamos a casa, exhaustos, más pobres y muy hambrientos y pensé, cuando vi el sofá, que solo quería descansar de las vacaciones y que no merece la pena sufrir tanto por ningún viaje, ni por ningún sueño.

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