SI NO HAY SIEMBRA, NO PUEDE HABER COSECHA
Jesús de Nazaret, no sólo tiene el presentimiento, sino la convicción, de que ha llegado su hora…
Sabe que sus días están contados… y pensando en la terrible muerte que le espera, pronuncia una de sus palabras más valientes y desafiantes: «Si el grano de trigo no muere, se queda solo encima del terreno a merced de los pájaros de turno… pero si muere, se volverá a levantar convertido en espiga y multiplicado en nuevos granos dorados, que aumentarán la cosecha».
Y con este lenguaje tan gráfico y tan lleno de fuerza, es como nos deja entrever que su muerte, lejos de ser un fracaso, será lo que haga su vida más fecunda.
Porque quién se agarra egoístamente: a su vida, a su dinero, a su éxito, a su seguridad… para su exclusivo bienestar… terminará viviendo una vida mediocre y estéril.
Y quien se entrega, con generosidad, hará que florezca a su alrededor una vida: más llevadera, más apasionante, más alegre, más humana y más feliz.
Estamos ante las grandes paradojas que forman parte del núcleo del Evangelio y ante uno de los puntos más altos de la revelación cristiana: «perder» para «ganar», «entregar» para «recibir», «dar» para «conservar», «morir» para «vivir»…
Parecen cosas contradictorias, pero, en realidad no lo son… porque, por encima del principal instinto que rige nuestra naturaleza animal, que es el de autoconservación, estará siempre la capacidad que tenemos los seres humano de salir de nosotros mismos y entregar nuestra vida por amor a los demás.
Es cierto que la cultura del bienestar nos invita a organizarnos de la manera más cómoda y placentera posible… y olvidarnos de todo lo demás…
Sin embargo, esto nos empequeñece porque nuestra vida entonces deja de ser fecunda y creativa…
Y aunque avancemos mucho en: tecnología, desarrollo económico, intercomunicación social… habrá siempre en nosotros, un gran retraso y un déficit de humanización.
Y es que: No podemos producir vida, si no entregamos la nuestra… No podemos sembrar semillas, sin esperar la cosecha… No podemos contemplar la muerte, sin vislumbrar brotes nuevos de una vida resucitada.