Caso Maracena ¿Quién repara ahora, señoría?
En estos tiempos líquidos, como tan acertadamente los ha definido el gran sociólogo de origen polaco, Zygmunt Bauman, en su brillante retrato de las incertidumbres del tiempo presente, los jueces parecen haberse convertido en protagonistas principalísimos de la vida ciudadana. Es cierto que como tercer poder del Estado, siempre han tenido una presencia capital en nuestro día a día, pero no lo es menos, que en los últimos meses parecen haber decidido trascender de sus togas y sus salas de vistas, para convertirse en auténticos arietes políticos, casi siempre, eso sí, teniendo como objetivo a la izquierda patria.
Antes, queridos lectores, de que alguno o alguna de ustedes me recuerde la imprescindible independencia que los jueces deben tener para ejercer su tarea como les garantiza la Constitución, déjenme decirles que quien esto suscribe, es un defensor a capa y espada de esa independencia, lo que no quita para que me siga sorprendiendo de como, 45 años después de aprobada la Carta Magna, el poder judicial parece ser el único de este país, que no ha experimentado la reforma necesaria, para adecuarse al estado de democrático en el que los españoles creemos vivir desde hace casi medio siglo.
Históricamente, el Poder Judicial ha sido uno de los poderes menos sometidos al escrutinio público. La Justicia es considerada como el poder más conservador, formalizado y jerárquico del sistema democrático. Como acertadamente ha establecido Sánchez Cuenca, en la democracia representativa, el poder judicial desempeña el papel de guardián último del sistema. Es quien tiene la última palabra sobre la interpretación de las leyes y sobre la adecuación de los actos políticos a la legalidad. Partiendo del supuesto de su debilidad intrínseca, los teóricos nunca se preocuparon por la cuestión de establecer un contrapeso al poder judicial. No intentaron dar respuesta a la pregunta que quién vigila a los vigilantes, por la sencilla razón de que en los debates constitucionales de finales del siglo XVIII, nadie podía imaginarse que el judicial pudiera actuar según intereses políticos.
Sin embargo las cosas han cambiado mucho desde entonces. Los jueces han ido adquiriendo un protagonismo cada vez mayor en la actividad política y, por eso mismo, resulta ingenuo seguir manteniendo la ficción de que el judicial es siempre un poder débil y carente de motivaciones políticas.
Al no contemplar la posibilidad de ese tipo de motivaciones, el sistema extraordinariamente desarrollado de controles mutuos de la democracia representativa, carece de mecanismos para corregir lo que podemos llamar “abusos judiciales”. Hasta tal punto es así que en tiempos recientes se ha inventado el término, lawfare , para describir las ofensivas políticas del poder judicial.
Aunque no resulte políticamente correcto, creo que la actuación de buena parte de los jueces españoles en los últimos tiempos, representa un caso palmario de abuso judicial, especialmente con respecto al conflicto catalán o al auténtico acoso judicial de que han sido víctimas formaciones políticas como PODEMOS.
Valgan estas reflexiones sobre el problema general en que buena parte de la judicatura se está convirtiendo para este país, para centrarme en lo que acabamos de conocer en Granada y que no es, ni más, ni menos que el juez que instruye el caso del secuestro de Vanessa Romero, la ex concejal de Maracena que fue supuestamente secuestrada por la entonces pareja sentimental de la ex alcaldesa del municipio, Berta Linares, ha decidido cerrar la investigación contra la regidora y contra Antonio García Leyva, ex concejal de Urbanismo del mismo Ayuntamiento, por la supuesta inducción a cometer dicho delito. El ex secretario de organización del PSOE-A y también antiguo alcalde de la localidad maracenera, Noél López, que inicialmente también fue implicado por su señoría en el caso, ya fue exculpado del mismo en el mes de noviembre.
Que su señoría, Josep Sola Fayet, instructor del conocido como Caso Maracena, levantara el secreto del sumario tres días, solo tres días antes de las elecciones municipales del pasado 28 de mayo, sabiendo que su instrucción ponía bajo sospecha de gravísimos delitos a la ex alcaldesa y ex candidata, al anterior responsable de urbanismo y al ex alcalde y número tres del PSOE de Andalucía, es uno de los mayores despropósitos que se recuerdan.
Probablemente el juez Sola debía ser el único ser racional de Granada, que no evaluara que esa decisión suponía un auténtico torpedo en la línea de flotación electoral del PSOE. Y así fue. Tres días después de semejante astracanada, los socialistas perdieron la alcaldía de Maracena y probablemente la diputación provincial, mientras que las tres personas expuestas en ese sumario al escarnio público, perdieron todavía más: tranquilidad, honorabilidad y carrera política.
Siete meses después, de toda aquella película de cocaína, corrupción urbanística y chorizadas varias, guionizada por el juez Sola, parece que solo ha quedado el trastorno mental de un pobre hombre, y lo más grave es que no hay forma de reparar ese abuso, porque los jueces, ejerciendo la independencia que les garantiza el ordenamiento constitucional de este país, se saben impunes, como ya ha quedado suficientemente acreditado en otros entuertos rubricados por señorías como García Castellón o Mercedes Alaya y por otras víctimas como el ex alcalde popular de Granada, José Torres Hurtado, linchado policial, mediática y judicialmente para mayor “gloria” de algún cualificado compañero de partido.
Lamentablemente nuestra democracia representativa no cuenta con recursos institucionales para hacer frente a este auténtico problema de impunidad judicial y convendrán conmigo que sería conveniente, al menos, tener un debate sobre este asunto. Y empezar a pensar en cómo resolverlo.