Antonio Gómez Romera
Domingo, 24 de diciembre de 2023
En el DXXIII aniversario del asalto y conquista de Cefalonia por el gran capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba
Hoy domingo, 24 de diciembre, festividad de Nochebuena, quincuagésimo primera semana del año 2.023, se cumplen 523 años (1.500) del asalto y conquista de Cefalonia, isla del archipiélago jónico, posesión veneciana desde muy antiguo y que lleva, desde el año 1.485, en manos turcas.
La fortaleza de San Jorge se alza sobre un promontorio cercano al mar, dominando toda la isla, que es un poco más extensa que Corfú y que alterna en su litoral largas playas y blancos acantilados calizos que dan albergue a nutridas colonias de aves marinas. El interior es escarpado y pedregoso. Con la conquista de Cefalonia, Don Gonzalo Fernández de Córdoba, el “Gran Capitán” (1.453-1.515), rompe, el mito de la invulnerabilidad otomana y hace perder a Europa el miedo al turco que la atenaza desde la época de las Cruzadas.
ANTECEDENTES
Las sucesivas derrotas de la República de Venecia (la mayor potencia naval en el mar Adriático) ante los turcos (Zonchio, Lepanto, Modona, Pilos y Corona) alarman al dux veneciano, Agostino Barbarigo (1.420-1.501), quien en 1.500 pide ayuda al Papa Alejandro VI (1.431-1.503) y a los Reyes Católicos, y les propone formar una expedición coaligada para hacer frente a la grave amenaza turca por el peligro que puede correr toda la Cristiandad si no se actúa con prontitud.
Barbarigo sugiere que la expedición sea dirigida por el militar español Gonzalo Fernández de Córdoba, quien ha cobrado gran notoriedad en la reciente Primera Guerra de Italia, donde ha recibido el apelativo de “Gran Capitán”. Los reyes de España acuden a la llamada de auxilio, confirmando a Gonzalo como mando supremo de las fuerzas marítimas y terrestres conjuntas que se envían en misión defensiva y ofensiva a esa zona del mar Mediterráneo oriental. También se suma Francia, aunque con una aportación muy escasa. El Papado contribuye pagando un diez por ciento de los gastos y dando indulgencias.
Venecia prepara 53 buques: 18 galeazas, 25 galeras y 10 naos. Y el Gran Capitán reúne en Málaga un ejército de 300 hombres de armas al mando de Diego Hurtado de Mendoza y Lemos (1.468-1.536), hijo del cardenal Pedro González de Mendoza, (1.428-1.495), 300 jinetes, 8.000 infantes (“4.000 peones para por la tierra y otros 4.000 para por la mar”) y 1.200 caballos, que embarcan en una flota de 57 naves, concretamente 7 bergantines armados, 8 galeras, 4 fustas, 35 naos de carga y 3 carraca. La flota zarpa el 4 de junio costeando hasta Valencia, y se dirige a Ibiza. Allí apresan a Artache, un corsario vizcaíno a quien el “Gran Capitán” nombra capitán de Infantería y lo incorpora a su ejército. Llegan a Mallorca el 6 de junio, donde participan en la procesión de “Corpus Christi», cuya festividad se celebra ese día. De allí se dirigen a Callar, en Cerdeña, donde toman rumbo a Mesina, a la que llegan diez días más tarde, el 18 de Junio, por culpa de una calma que les frena el avance.
En Sicilia, varios destacamentos españoles provocan altercados y motines por falta de paga. Al cabo de dos meses se impone finalmente la disciplina entre la tropa, a la que se suman en ese tiempo 2.000 hombres más de apoyo para la protección de puertos y ciudades, para reforzar el sistema defensivo del estrecho de Sicilia. El 27 de septiembre la escuadra española parte desde Mesina hacia el mar Jónico y el 2 de octubre toman sin resistencia Corfú, abandonada por los turcos al percatarse de su llegada.
A continuación hacen lo mismo con Santa Maura (isla de Léucade, Grecia) y se dirigen a la isla de Zante (Zakynthos ó Zacinto = La Flor de Levante), punto de reunión de las fuerzas coaligadas. Por culpa del mal tiempo, sólo una carraca francesa de las 4 previstas, al mando del vizconde de Ruan, acude a Zante. De Venecia están la mayor parte de sus buques destinados a la campaña. Previamente, han acordado ir hacia Modona, pero dado que ya ha comenzado el invierno y los temporales, el almirante veneciano Benedetto Pesaro (1.430-1.503), buen conocedor de la zona, aconseja al Gran Capitán cambiar de planes y atacar Cefalonia, un poco más al Norte de su actual posición. Esta isla sufre menos tempestades y su posesión, junto con la de la contigua Ítaca, permitirá a los aliados vigilar mejor los accesos al Golfo de Corinto y al Adriático.
ASEDIO
Cefalonia. Principios de noviembre. El grueso de la armada cristiana se adentra en la honda ensenada de Argostoli, de más de 15 kilómetros de longitud, situada entre los pueblos de Angostolion, la actual capital, y Lixuri, quedando a resguardo de los temporales. El resto se distribuye por la isla, en las calas del Norte y del Este, y en la cercana isla de Ítaca.
La isla de Cefalonia está custodiada por una orta (unidad militar, regimiento) de 700 jenízaros, en turco, “yeniçeri”, que significa «nuevas tropas» o «soldados»;una especie de guardia pretoriana al servicio del Sultán del Imperio Otomano, Bayaceto II, (1.447-1.512) al mando del enérgico capitán albanés Gisdar Aga. Gonzalo recurre a la negociación, por si es posible evitar la confrontación armada. Para ello envía a las puertas de la fortaleza dos mensajeros, Gómez de Solís, capitán de la Infantería, y el veneciano Pucio, capitán de las galeras, que instan al capitán Gisdar a entregar la isla. Le recuerdan que tiene enfrente a los vencedores de los moros de Granada y de la poderosa Francia y les aseguran la vida y libertad para volver a su país. Y, si no lo hace, serán demolidas las murallas, ganada la plaza y no habrá lugar a perdón ni misericordia. A lo que Gisdar Aga, contesta: “Christianos, agradescemos os mucho vuestra voluntad, pero hazemos os saber, que nosotros estamos determinados, vivos o valerosamente muertos, de ganar grande gloria de constancia para con Bayazeto; ni nos espantamos por ningunas amenazas de hombres, aviéndonos la fortuna a todos escripto enmedio de la frente el fin de la vida. Dezid a vuestro capitán, que cada uno de mis soldados tiene siete arcos y siete mil saetas, con las quales valerosamente vengaremos nuestras muertes si acaso no pudieremos resistir a vuestro destino o a vuestro esfuerzo”.
Como gesto de caballerosidad y, al mismo tiempo de arrogancia, envía como regalo al Gran Capitán dos bandejas de oro, con un fuerte arco y un rico carcaj repleto de flechas. La fortaleza de San Jorge es inaccesible. Un único camino, fácil de defender, sube hacia la puerta que da acceso a los altos muros que coronan los abruptos acantilados de pura roca, constantemente batidos por las olas del mar.
Por lo empinado del pedregoso terreno los artilleros encuentran grandes dificultades para emplazar sus cañones. En un pequeño montículo, situado frente a la puerta de la fortaleza, se instalan unas pocas piezas de artillería. Tras él y aprovechando los accidentes del terreno, se prepara una trinchera, en la que se instalan los capitanes Pizarro y Villalba, con 600 peones y muchos arcabuces. A la derecha, Diego de Mendoza y Pedro de Paz con 200 hombres de armas como infantería pesada y 200 jinetes acompañados de 1.500 infantes. Una gran torre, a la que llaman del espolón, alberga 100 caballeros, 100 jinetes y 1.000 soldados de a pie mandados por el comendador Mendoza y Pedro de Hoces. Rodeando los precipicios que dan al mar se reparten 1.500 hombres y, por toda la isla, destacamentos y patrullas.
Los basiliscos de bronce venecianos comienzan a disparar sus pesadas balas de hierro fundido contra las recias murallas del castillo y, poco después, lo hacen las bombardas españolas. El destrozo es tremendo, pero no lo suficiente para derribarlas. Por ello, se recurre a las minas, que realizan con éxito Micer Antonello da Trani y Pedro Navarro (1.460-1.528). Con los cimientos socavados por la explosión de las minas, un lienzo de muralla se derrumba y hacía él se abalanzan al asalto las tropas españolas, pero pese a entablar una cruda pelea cuerpo a cuerpo, los jenízaros rechazan el ataque. La ferocidad de los jenízaros es legendaria. Consumados arqueros disparan lluvias de flechas, algunas son incendiarias y otras portan veneno. También les arrojan grandes piedras, derraman aceite hirviendo y emplean unos garfios llamados “lobos” por los españoles, con los que prenden a los asaltantes que se arriman al pie de las murallas, los izan a gran altura y los sueltan para que se estrellen contra las rocas. Uno de estos “lobos” engancha al capitán Diego García de Paredes, pero con un descomunal esfuerzo el extremeño logra zafarse y manejando la espada y la rodela con sorprendente destreza deja fuera de combate a cuanto enemigo se pone al alcance de sus armas. Rodeado por completo de jenízaros, dicen las crónicas que durante tres días resiste heroicamente en una lucha titánica en el interior de la fortaleza matando enemigos, hasta que, debilitado por el hambre, las necesidades fisiológicas y las heridas, se entrega. Y ante semejante muestra de coraje los turcos respetan su vida y le encierran en una torre, le cargan de cadenas y le vigilan cuidadosamente.
Los turcos hacen varias salidas nocturnas para intentar destruir los cañones e infligir graves destrozos en el campamento, pero el fuego de arcabucería de las trincheras españolas les hace desistir tras sufrir cuantiosas bajas. Con ello cambian de plan y cavan un túnel subterráneo que desde el interior de la fortaleza atraviesa la tierra de nadie en dirección al montículo de las bombardas, donde se alza la tienda del Gran Capitán. La leyenda cuenta que Gonzalo tuvo un sueño en el que vio el túnel y, fuera el sueño o la continua vigilancia que mantiene el campamento español, se detecta la mina y se corta la amenaza con su correspondiente contramina, haciendo vanos sus intentos. Siguen días de continuos e inútiles forcejeos. Después de varios ataques infructuosos de los españoles, lo intentan los venecianos: 2.000 de sus hijos acometen contra la fortaleza. Combaten valientemente, pero la firmeza de los turcos les obliga a retirarse, dejando en el campo de batalla a numerosos de los suyos.
La pertinaz resistencia otomana está alargando más de lo previsto la conquista de Cefalonia, y las condiciones son muy desfavorables: inclemencias meteorológicas, humedad marítima salitrosa, insalubridad (enfermos y heridos, muchos de ellos incurables, se acumulan en lugares pestilentes donde la falta de higiene aumenta sus males) y escasez de víveres. Hace tiempo que se ha agotado la harina para hacer gachas, pan y bizcochos, el alimento básico de la tropa. La dieta se limita a raquíticas raciones de legumbres secas y carne de caballo y burro mal condimentada, pues de cabras y corderos ya se ha dado cuenta hace tiempo. Los soldados recolectan por el campo tubérculos, raíces y cualquier hierba que no los maten y la miseria aumenta con los días. Para remediar esto, el “Gran Capitán” envía dos barcos a Calabria y Sicilia para transportar provisiones para la tropa, barcos que tardarán varias semanas en regresar.
Mientras tanto, un hecho atribuido por muchos a un milagro, apacigua las penas de los expedicionarios. Un barco mercante naufraga cerca de la costa y casi todo su cargamento, consistente en castañas y avellanas procedentes de Alejandría, llega a la orilla arrastrado por la marea, ayudando a paliar el hambre de la tropa. El asedio a aquella isla, apartada y arisca, pero cercana a las bases turcas de Grecia y los Balcanes, no se puede mantener indefinidamente. Por ello, se toma la resolución de dar un asalto definitivo.
CONQUISTA
Bombardas y basiliscos de bronce castigan a conciencia las murallas durante días, en un último intento por romper la resistencia de las gruesas paredes. Pedro Navarro prepara minas explosivas para demoler lienzos y torreones y frente a la impotente torre del espolón forman los vizcaínos con Lazcano al frente. La noche previa al asalto pocos duermen. Las bombardas y un nutrido fuego de arcabucería baten las murallas, manteniendo en continua vela a los turcos por temor a un ataque nocturno. Muertos de sueño, ven amanecer un día desapacible. Muy temprano, Gonzalo Fernández de Córdoba arenga enérgicamente a sus tropas. Enardecidas por sus palabras, lanzan su grito de guerra y cargan con renovada furia contra la fortaleza. Entre ellos, como uno más, el “Gran Capitán”, dispuesto a compartir el riesgo y el destino con sus hombres. Apoyan las escalas en las paredes de un muro y trepan como gatos, cubriéndose la cabeza con las rodelas para no caer víctimas de la lluvia de piedras y flechas que los turcos les lanzan. Todas las rocas que circundan el castillo están sembradas de cadáveres ensangrentados y heridos que gimen de dolor. Uno de los primeros en subir es el capitán Martín Gómez que, con desprecio de las heridas que le mortifican, contiene a los jenízaros con gran valentía, permitiendo que los que le siguen suban al camino de ronda de la muralla con el menor daño posible, acumulando, en muy poco tiempo, un gran número de hombres en el que el ruido de los aceros y los gritos se mezclan en frenética confusión. Cada uno pelea por su vida, sin acordarse de bandera ni rey. El valor, el coraje y la temeridad empujan a los españoles en aquel angosto lugar, pero nada ni nadie parecen poder quebrar la férrea voluntad de los jenízaros, que resisten las acometidas más feroces.
El “Gran Capitán” ha ordenado previamente que, en otro punto distante del castillo, se coloque contra uno de los muros reparados un puente de madera construido la noche anterior para intentar dividir y mermar la eficacia de las flechas y los alfanjes turcos y por él pasan en tromba varias capitanías de reserva. La sorpresa del plan tiene éxito y coge desprevenido al enemigo, que muy poca resistencia ofrece en aquel lugar, logrando penetrar en la fortaleza. Diego García de Paredes espera hasta que se da el asalto final por parte de sus compañeros, momento que aprovecha para arrancar las cadenas de su prisión, echar abajo las puertas del calabozo y matar a sus captores con el arma que arrebata al centinela. Así, “dando tajos y mandobles”, colabora en el ataque desde dentro.
El castillo de San Jorge tiembla hasta sus cimientos, como sacudido por un terremoto. El clamor y el rugido de la batalla sobrepasan los límites de sus muros. Huele a sangre, a sudor, a humo, a madera quemada y a degollina. Acorralado, el capitán Gisdar se retira con los hombres que aún se mantienen en pie hacia el interior de la fortaleza. Se traba una dura pelea, esta vez con un claro vencedor. No hay clemencia, ni nadie la pide. Gisdar muere como predijo, atravesado a cuchilladas y arcabuzazos en medio de los cadáveres de sus fieros y fieles guerreros. Se reconocen los heridos y se cuentan alrededor de un centenar de bajas propias. Los turcos no tienen heridos, sólo 700 muertos, toda la guarnición.
En la más alta de las torres se izan tres banderas: la de los reyes de España, la de San Marcos por Venecia y otra con una cruz, para que se vea desde bien lejos a quien pertenece la fortaleza y toda la isla de Cefalonia. Es la Nochebuena del año 1.500 y el día de Navidad se celebra una solemne misa de acción de gracias en el patio de armas del castillo de San Jorge. De esta manera, se pone punto final a la que el “Gran Capitán” califica como “la más brava batalla que jamás vio ni oyó”.
La Armada Española sale de Cefalonia, ya bajo control veneciano, a mediados de enero de 1.501. Algunas galeras quedan un tiempo en Corfú y el resto de la flota va a Sicilia. La República de Venecia premiará al Gran Capitán con el Título de Gentilhombre, un sueldo vitalicio y numerosos y valiosos regalos. Cefalonia va a ser veneciana hasta el año 1.797.