BASADO EN UN HECHO REAL
González, como casi todos los días, cierra la puerta desde dentro y se dispone a preparar su comida en la acogedora trastienda -antes despacho- sobre la mesa redonda y amplia rodeada de cuatro sillas más bien cómodas, un frigorífico nuevo, un microondas, una cafetera moderna de las de cartucho, un sillón reclinable a juego con el sofá blanco de polipiel y un televisor de 24” para ver T5 con calidad berlusconiana bajo una fotografía aérea, antigua y semidescolorida de la fachada del establecimiento, enmarcada y colgada en la pared que cuenta parte de la historia del local.
Es bonita esa foto.
Antes de empezar la maniobra ordinaria de avituallamiento con el microondas de protagonista, deja el teléfono móvil y la compra recién hecha sobre la mesa para guardarla en el frigo y sube en el ascensor a la primera planta a por un par de maletas que necesita para esa misma tarde; vuelve al ascensor con las dos maletas y pulsa el botón “B”, que viene a ser algo así como decir: Bájame pabajo, Pepe Luis.
Pero Pepe Luis, haciendo caso omiso a la orden digital, cierra de golpe la puerta y se queda parado. Ni para arriba ni para abajo. En silencio. Un minuto. Dos. Cinco…
A través del interfono de emergencia del ascensor le dice a la operadora que llame a su esposa (la de él) y le diga que llame a los compañeros y les cuente la situación para que vengan a rescatarlo heroicamente.
El pinganillo no consigue conectar con el móvil esa tarde de abril que está resultando más caluroso de lo avisado por la AEMET y a más inri hacerse insoportable dentro de un ascensor ante la escasez de aire y del hipotético fresco primaveral que toca; con agobio estilo Lópezvázquiano en “La cabina”-, González se quita la camisa empapada para sudar angustiosamente libre. Grita a todo pulmón cuando oye vagamente que alguien ha abierto la puerta del local… Pero nadie responde.
Son las tres de la tarde.
Sigue sin cobertura, pero a los cinco minutos y por sorpresa, consigue por fin la conexión del pinganillo con el móvil y comienza a hacer llamadas desesperadas a su mujer, al técnico del ascensor o a algún compañero receptivo que se preste. Con las manos apoyadas en el espejo de cortesía del fondo del ascensor, va dejando marcas húmedas mientras el sudor va calando calcetines, juanetes y zapatos hasta que, ¡por fin!, Vinuesa atiende la llamada y se presta -aún a costa de su propia siesta- al engorroso rescate; así que González, al contrario que López Vázquez, logra salir de la sauna de su cautiverio infernal y Vinuesa vuelve satisfecho y victorioso a su casa.
Son las tres y media de la tarde.
…///…
Martín, como suele acostumbrar, entra para echarse un ratito en el sofá hasta la hora de apertura.
Son las tres de la tarde.
Oye cómo González, en la planta superior, habla a voces apagadas con alguien. No se sorprende demasiado, porque siempre habla en voz alta, ni tampoco al ver la mesa llena de viandas en blisters de plástico y la televisión a toda voz junto a su móvil que empieza a sonar insistentemente como en todas las siestas, pero hoy más que otros días. Para que no le moleste, lo saca con pereza fuera de la estancia y lo deja en lugar visible; González sigue discutiendo allá arriba; baja la voz de T5 y se tumba ajeno a todo sobre el lecho fresquito y blanco de polipiel.
-“Ya me contará luego”
Y se duerme, aunque el teléfono sigue sonando insistentemente ahora más lejano, vagamente disuelto en el sueño…
A las tres y media, le parece escuchar que alguien abre la puerta del establecimiento. Pero la siesta es la siesta. Él a lo suyo.
-“Ya me contarán luego”
Y luego le contaron…
©Javier Martín Gutiérrez
N. del A: Todo parecido con la realidad, no es mera coincidencia.