DESDE EL BALCÓN DE MI NEURONA

                HOMO ANNONA CHERIMOLI LUPUS

Javier Martín Gutiérrez -Escritor-

La madrugada en la que iba a ser arrancado de su sangre, Ramiro se despertó húmedo: el rocío le calaba hasta los huesos. Miró de soñoliento reojo a su compañero e intuyó que aún dormía al igual que los demás, más distantes. No había ruido alguno. -«Que salga pronto el sol»- pensó mientras se quedaba ensimismado en aquél silencio verde y frío.

Ramiro es un adulto a quien el paso del tiempo ha tratado bien debido sobre todo a su complexión, trabajada con maestría y acompañada siempre de una alimentación sana, silvestre, regada de sol, tostada con lluvia y coronada con la guinda de una más que evidente inexistencia de esfuerzo o de trabajo alguno. Todo ello le fue dotando en su vida de torneadas orondeces que hacen ahora de él un espécimen morbosamente singular.

Los hombres llegaron a la par del sol.

Rompieron el alma callada de la mañana con vehículos destartalados, voces y ruidos de metal, bajo órdenes confusas y pasos decididos sobre el crujir de las ramas secas del suelo. Los árboles comenzaron a batir sin compás sus ramas y en cuestión de minutos, con las primeras lanzas cegadoras del sol, la finca de D. Bernardo era un caótico bullicio.

-«¡Dejad a los pequeños!, ¡dejad a los pequeños!»- gritaba Pablo, el hijo mayor de D. Bernardo. -«¡Sólo quiero a los que ya sabéis!, ¡deprisa!, ¡vamos, vamos, vamos…!»-

Ramiro, tiritando de frío, con cada vez más miedo y sin escapatoria posible, notaba cómo la jauría se acercaba cada vez más. Curiosamente, su compañero no se había despertado aún y más allá, el otro grupo continuaba su sueño, ajenos al trajín. Le pareció muy extraño y por un momento llegó a pensar que estaban todos muertos. Casi sin querer mirar, así de soslayo, observó cómo iban sacando a la fuerza a los demás de entre la maleza, sin resistirse, y los iban encerrando apiñados en unas sucias jaulas que entre varios hombres subían a las tartanas para posteriormente llevarlos a algún sitio que es preferible no imaginar cuando se siente miedo.

Casi dos horas duró la batida hasta que se encontraron cara a cara. No se movió, no respiró ni pestañeó; no dijo nada durante el momento en que unas férreas manos curtidas en batalla (no en vano Pablo, el hijo de D. Bernardo, había sido adiestrado en estas lides desde joven), lo arrancaban de su lecho y una voz quebrada, orgullosa y arrogante le espetaba un –»A ti te tengo yo preparado otro destino»-. No compartió con sus compañeros la vieja jaula y en cambio, extrañamente, le fue cedido un sitio privilegiado dentro del polvoriento habitáculo de la antigua camioneta frente a D. Bernardo, que lo observaba ufano.

-«Pablo, déjame a mí en casa y llévalos a donde ya sabes; vigila que no se pierda ninguno y dile al jefe que mañana llevarás más y que pasaré a ajustar cuentas el miércoles»-.

Cuando Pablo detuvo el vehículo a las puertas de la casona, D. Bernardo se bajó e introdujo a Ramiro dentro de la vivienda sin darle ocasión de mirar hacia atrás para despedirse de sus compañeros. Intentó no pensar en su incierto final.

-«¡Mira qué te traigo, Carmela, mira, mira…!»-

Lo último que vio, horas más tarde, fue cómo un acerado e indolente cuchillo se le acercaba con claras intenciones de abrirlo en canal.

Lo último que pensó Ramiro fue: -«¡Qué gran putada es haber nacido siendo una Chirimoya!».

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