SER DE PUEBLO
Hay pocas cosas en la vida más importante que ser de pueblo y yo lo soy, concretamente de Fernancaballero, un pequeño pueblecito de la Mancha. Lo llevo a gala y presumo de ello, como de mis 40 años en Granada. Es cierto que no tiene otro mérito que el de la suerte, la buena suerte diría yo.
Llegando el ecuador del mes de agosto tener pueblo es además sinónimo de fiestas, alegría, reencuentro con familia, amigos y sobre todo esos recuerdos que identificamos con la felicidad. El río, la alameda, las noches vividas hasta la madrugada, los sabores de los platos que te traen a la memoria las caricias de tu madre, las collejas de tu abuela y las risas de tu padre; las excursiones mil veces repetidas, pero nuevas en cada ocasión que las haces.
Ese pueblo que nos ofrecía a los más pequeños una libertad impensable para los niños de ciudad. En el que aprendimos nuestras primeras letras, en mi caso, en la sala de estar de don Anacleto, un maestro republicano represaliado, que siguió todo mi itinerario académico y profesional hasta su muerte.
El pueblo es el lugar donde rápidamente te van a preguntar aquello de ¿y tú de quién eres? es el pueblo que te cuida, en el que podías vivir horas en sus calles y su plaza. El pueblo que te ofrece tranquilidad, seguridad y familiaridad. En el que casi todo sucedía antes que en la ciudad, pandilla, piscina, acampada, guateque, taberna, primer beso y primer baile en fiestas con verbena. Más aún si esas fiestas son las de San Agustín, en ese mágico 28 de agosto.
Porque agosto es el mes en que la España vaciada lo es un poco menos, en el que se vuelven a abrir las casas cerradas durante todo el año y en el que nos reconocen en la calle por el parecido con nuestra familia, adjudicándonos sus apodos, vida y milagros. Un mes de reencuentros, el más importante de los cuales es el de volver a descubrir el niño y el joven que fuiste.
Decía Miguel Delibes que ser de pueblo es algo muy importante y que cuando en España no importe el pueblo del cual eres o procedes, casi todo se habrá acabado. Estoy completamente de acuerdo, porque cada uno de ellos es un auténtico universo preñado de historias, vivencias, culturas y memoria, una memoria imprescindible para no naufragar en estos tiempos de lo inmediato.
Me considero muy afortunado de tener pueblo, quien no lo haya tenido no puede entenderlo. En el pueblo no solo te reencuentras sino que eres de allí aunque no vivas allí, son tus orígenes. Es el lugar al que estás deseando ir para contarlo después y volver una y otra vez. Es lo que el geógrafo Yi-Fu Tuan definió como «topofilia» para referirse al amor incondicional que la especie humana tiene a los lugares.
A la hora de marchar a la ciudad, me preguntaban el por qué de esa nostalgia del pueblo y del deseo de regresar una y otra vez. Me resultaba difícil explicar las experiencias y las cosas que nunca encontrarían en la gran urbe y que mis amigos que no tenían pueblo, eran incapaces de entender.
En el pueblo te olvidabas hasta de la televisión y de otras cosas que parecían imprescindibles para sumergirte en un mundo diferente, una vida tradicional y rural. Había burros, cabras, lechería, naturaleza, pantano, campo, olivos, viñas, canal, huertas con sus albercas, oficios tradicionales y el enigmático mundo de las tiendas de ultramarinos, como las de Víctor, Filomeno y Emerenciano.
Decía Federico García Lorca, genio nacido en el precioso pueblo granadino de Fuentevaqueros y criado en el no menos maravilloso de Asquerosa, ahora Valderrubio, que “Los pueblos son libros. Las ciudades periódicos mentirosos.» Seguramente quien no tenga pueblo tendrá difícil entender tan genial reflexión, que no puede definir mejor la diferencia entre el pueblo y la ciudad.
Ahora los pueblos, aun manteniendo su identidad, se globalizan y se parecen mucho unos a otros, tristemente se van perdiendo los sabores de pueblo. El turismo de emigración se va diluyendo en su segunda generación, ya ni se usa el término «pisteros», para identificar a quienes llegábamos en vacaciones para dar buena cuenta de los guisos y manjares más tradicionales en casa de nuestros abuelos, o nuestras tías.
Con el transcurso de los años te das cuenta de lo importante que ha sido el pueblo en tu vida, pero si algo me llevo de mis veranos de infancia en el pueblo, es el disfrute de los mayores bailando el pasodoble, el tango, o los boleros en la verbena, recordando cómo giraban agarrados por la plaza y sintiendo como después de décadas juntos se siguen necesitando y por eso se quieren. Algo que nuestra generación ya no verá -y perdonen- en la puñetera vida.