EL BORRACHO DE LA PLACETA
Estaba sentado en un banco en la plaza, como cada día, como todos los días de los últimos años de su vida. Era conocido como el borracho de la plaza. En realidad hasta él mismo
se identificaba de esa manera, soy el de la placeta decía cuando alguien le preguntaba.
A veces viendo su mirada perdida, se podía intuir quien fue antes, antes de que el alcohol, o la vida, o los dos, lo convirtieran en ese deshecho humano en el que se había transformado.
Tras esos ojos debía haber alguien. Alguien que se gestó en un vientre, puede que ni siquiera deseado, quizás producto de una violación, o de una noche más que no buscaba lo que llegó….
O puede que por el contrario fuese un hijo anhelado y que su madre lo acariciase ya en sus entrañas, y le hablase y soñase en voz alta con lo que deseaba para él, que sería lo mejor con lo que se pudiese soñar.
Quizás, si eso fue así, algo en su vida lo desvió del camino trazado por su progenitora. Malas compañías, un error en su juventud que lo arrastró a los más rastreros caminos llevándolo incluso a la cárcel. Donde su descenso a los infiernos se precipitó y cayó en picado, dejándose el alma en el camino y convirtiéndose en lo que era ahora…
O puede que un amor, un desengaño, un abandono… podían ser tantas cosas, tantas las razones que lo perdieron de sí mismo, que aventurarlas era un quimérico ejercicio de imaginación.
Su historia en realidad era una mezcla de todas esas suposiciones.
Fue el quinto de ocho hermanos. Llegó al mundo en el seno de una familia humilde, donde no pasaron hambre, pero sí muchas faltas.
Por lo tanto, aunque no fue deseado, tampoco fue rechazado, ni festejado, ni repudiado… una boca más, y al ser varón, también unos brazos más para echar una mano al padre en la dura tarea diaria.
No fue el primero, que siempre crea expectativas e ilusión, ni tampoco el último, que se convierte en el pequeño para toda la eternidad. Fue simplemente uno más.
Tampoco fue un buen estudiante, el colegio se le hizo cuesta arriba desde el primer día. Sus padres sabían escasamente leer y escribir y no se molestaron en inculcarles a sus hijos la necesidad del saber.
Eran gentes duras, endurecidas por la vida, por las muchas fatigas y por la carencia de otra cosa que no fuese el trabajo y las obligaciones.
De manera que cuando a los once años el maestro les dijo que su hijo no servía para estudiar, su padre lo arrastró de una oreja y se lo llevó al encargado de la mina, que enseguida vio un perfecto topo, así llamaban a los que primero abrían los túneles, en el niño.
En las galerías subterráneas pasó veinte años de su vida. Como no conocía otra cosa, tampoco le importó, ganaba bien, y las chicas se pegaban a él los domingos. Era generoso y sabía ganarse sus favores invitándolas a lo que hiciera falta.
Enseguida se fijó en la que sería su mujer, una joven, apenas una niña todavía, que vivía cerca de su casa y que cosía junto con su madre la ropa de casi todos los de la comarca. La unión fue bien vista por todos, los chicos prosperarían, el buen sueldo de él y las labores de ella, eran un buen aval para cualquier comienzo.
Pero los años, la rutina y el aburrimiento, acabaron con su historia de amor.
Se repartieron los bienes, y en el reparto, algo más que nunca se dijo se partió también, el corazón de él.
Solo y perdido decidió cambiar de aires, se fue a la ciudad y allí invirtió la parte del botín que ese asalto a su estabilidad le había deparado.
Pero la fortuna le había vuelto la espalda hacía tiempo y perdió todo en el breve tiempo de un parpadeo.
Desde entonces hizo de la plaza su casa y del alcohol su hogar. Pero esa historia, su verdadera historia, ya no la recordaba nadie. Probablemente ni él, que era solo el borracho de la placeta.