EL ALGARROBO
Tenía que empezar de nuevo, como tantas veces. Tantas que ya creía que su vida era un puro comenzar.
Esta vez quería que todo fuese diferente, por eso se mudó hasta de domicilio. Cambió el asfalto por el mar y el quinto piso de un bloque tan vulgar como cualquier otro, por esa casita frente al agua, en la que incluso tenía un pedacito de tierra que cultivar.
Siempre había querido acercarse a la naturaleza, las fuerzas que se movían en su interior y que le habían hecho renunciar a la práctica de sus dos flamantes títulos universitarios, para dedicarse de lleno a estudiarlas y expandirlas, lo llevaban hacia ella.
No era fácil explicar lo que sentía cuando la belleza de la tierra se manifestaba ante él, pero el solo hecho de escuchar y ver el mar cada mañana, le daba la certeza de que ese era su camino.
La primera necesidad que sintió en esta nueva vida que se estaba creando, fue la de plantar un árbol, un árbol que fuera él, o que al menos le hiciese sentirse como si lo fuera. Sería un frutal, eso lo tenía claro, no en vano dedicaba su vida a repartir los frutos con los que él había sido regalado. Ese extraño y maravilloso don que le permitía curar con una leve imposición de manos y escudriñar el alma del que tenía enfrente, sin apenas entrar en ella.
Por eso cuando llegó al vivero se dirigió directamente hacia los frutales. Todavía no tenía claro cual sería. Pero le parecía que un manzano estaría bien. Era muy simbólico lo de su fruto prohibido, de alguna manera su don también lo había sido durante muchos años, o al menos así lo vivió él hasta que logró asumirlo.
Sin embargo cuando se encaminó hacia el lugar donde estaban, un golpe de viento extraño y rotundo, le hizo girar la cabeza hacia la izquierda. Y entonces el estómago trepó hasta el lugar donde habitualmente reposaba su corazón y todo su interior se constriñó en una cálida y a la vez vertiginosa sensación, que lo obligó a cambiar de dirección.
Allí, frente a él, un algarrobo con el tronco retorcido y alguna algarroba colgando ya de sus ramas, parecía estarlo esperando desde el principio de los tiempos. Sin saber muy bien porqué, supo a ciencia cierta que ese era su árbol. Podía escucharlo, sentía la savia correr por su interior, podía sentirlo en definitiva como se sentía a sí mismo.
Supo que su decisión había sido la correcta porque apenas lo plantó, contravino todas las leyes de la naturaleza y en apenas un año creció tanto como debió hacerlo en diez.
Sus algarrobas eran cada vez más grandes y más consistentes y aunque no sabía muy bien qué hacer con ellas, tenía la certeza de que antes o después cumplirían la misión para la que habían llegado a su vida.
Mientras, el tiempo transcurría como lo hace siempre, con alegrías, tristezas, problemas, satisfacciones… hasta que un golpe seco del destino quiso paralizarlo, al tiempo y a él: a su padre le habían detectado un cáncer.
No pasará de tres meses, le dijo su madre por teléfono cuando le dio la fatal noticia.
Desesperado, Antonio salió al jardín y en un impulso desconocido y nuevo, se aferró al tronco de ese árbol callado y generoso que crecía con tanta abundancia para él.
Ese día fueron sus lágrimas quienes lo regaron y el algarrobo, sorprendido y agradecido por ese delicado e íntimo regalo, quiso corresponderle.
En la lengua callada y silenciosa de la naturaleza le habló y Antonio, obediente, siguió sus instrucciones una a una.
Tomó las frutas que colgaban de sus ramas y todavía con las lágrimas mojando las vainas se dirigió con ellas al interior de la casa. Sabía lo que tenía que hacer como si lo hubiese hecho siempre.
Cogió una bolsa de viaje y recogió una a una todas las que colgaban del árbol, que al ser el mes de Agosto, eran muchas.
Se montó en el coche y condujo hacia el hogar paterno sin duda ni dilación, para recoger a sus progenitores y retornar al que ya era su verdadero lar.
Desde entonces habían pasado más de quince meses. Cada mañana le daba a su padre esa papilla que al machacar las algarrobas se conseguía y a pesar de que los indicativos de la medicina tradicional seguían considerando que su padre debía estar muerto, su salud mejoraba cada día a ojos vista y su vitalidad era digna del más saludable de los hombres.
Por eso cada día seguía abrazándose a su árbol que le habló por vez primera, sabiendo ya sin duda, la razón por la que había llegado a su vida.