LOS CUENTOS DE CONCHA

EL ALBA

Concha Casas -Escritora-

Dicen que la hora más oscura de la noche, es la que precede al  alba. En ese momento es  cuando el cielo adquiere una luz especial. En contraste con la negritud de la bóveda celeste, las estrellas brillan con tanta intensidad, que parece que quisieran desafiar al sol, librando cada alborada una  batalla, que saben  de antemano que van a perder.

El viento también participa en ella, es como si apareciese en escena para disuadir a las estrellas de ese afán imposible de permanencia.

La quietud de la noche se rompe, la brisa matinal comienza a mover las hojas y silva entre ellas, despertando a las aves que en breve atronaran con sus cantos la madrugada.

Y fue en ese momento apocalíptico de fin y principio, cuando Alba decidió acabar con su vida.

Quizás cuando su madre le puso ese nombre anticipó el momento de su fin.

Había ligado su caminar al hombre equivocado, o quizás sería mejor decir a los hombres equivocados, casi desde que tenía razón se recordaba buscando un amor que se le escurría como el agua entre los dedos.

Huyó de casa apenas consiguió mantenerse por sí misma. Se sentía incapaz de soportar un día más la violencia del padre y la actitud servil de su madre, que recibía los golpes tanto físicos como verbales, como quien da la hora.

Sin embargo a pesar de la aparente normalidad con que transcurría semejante anomalía, Alba ni supo, ni quiso adaptarse a ella.

Era dulce, suave y cálida y quizás por eso, por aquello del contraste, siempre se arrimaron a ella los más rudos, salvajes y despiadados compañeros que nunca quiso tener.

Llegó a visitar a un psicólogo, temiendo que de alguna manera, fuese ella la culpable de los golpes que le daban, como si pretendieran hacerle ver que nadie huye de su destino.

Es un intento de justificar al padre”, sentenció el galeno. “Provocas las circunstancias necesarias para normalizar la actitud paterna”.

Con un dolor tan grande a cuestas que apenas podía con él, salió de aquella consulta jurándose a sí misma, que jamás volvería a relacionarse con ningún hombre, ya que parecía atraer como un imán a los ejemplares más cainítas del sexo contrario.

Pero la soledad le pesó más que la pena, y volvió a repetir y volvió a elegir al menos adecuado.

Su vida se convirtió en una eterna huida, de los hombres, de la violencia y de sí misma.

Una eterna noche negra se apoderó de sus días, que solo se diferenciaban unos de otros en que el paso de los mismos, la hundía cada vez más, pulverizando su espíritu, que ya andaba perdido en los submundos más terribles de la  negra pena.

Se alejó de todo y de todos. Primero de sus padres, a quienes consideraba responsables directos de su desgracia. A él, por haber roto el amor que su madre le profesaba y romperlo en mil pedazos que saltaban en forma de agujas con cada bofetada que le daba, agujas que parecían rebotar en ella y que se clavaban directas en su tierno corazón infantil.

Y a ella, a su madre, por no haber sido capaz de defenderse, por haber aceptado como normal el infierno en el que él convirtió la casa y por haberla convertido en una muñeca agujereada y rota, a la tierna edad en que debería haber jugado con las hadas.

Por eso al mirarse en el espejo ese amanecer y ver de nuevo en  su rostro las huellas de la violencia y en sus ojos la sombra que deja el miedo, tras haberse marchado el último hombre en el que había puesto todas sus esperanzas, en esa hora en la que  más brillaban las estrellas y cuando mas negra era la noche, se asomó al balcón de su casa y saltando a través de la barandilla, se fundió para siempre con ese viento, que empujaba la  oscuridad para abrirle  espacio a la luz.

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