Domingo, 8 de mayo de 2022
Antonio Gómez Romera
EL 120 ANIVERSARIO DE LA GRAN ERUPCIÓN DEL VOLCAN MONT-PELÉE
Hoy se cumplen 120 años (jueves, 1902) de una de las erupciones volcánicas más violentas de todo el siglo XX: la del Monte Pelado (“Mont-Pelée”, en francés), el volcán más alto (1.397 msnm) de la caribeña isla francesa de Martinica, situado a 24 km al Noroeste de la capital, Fort-de-France y que destruyó la ciudad de San Pedro, «El pequeño París del hemisferio occidental”, situada a sólo 7 kilómetros del volcán.
El Monte Pelado es el punto más alto de una isla-volcán que se hunde en el mar Caribe, justo en el punto en el que se encuentran la placa tectónica del Caribe y la del Atlántico. Pertenece a su vez a la de América del Sur, y forma parte de una cadena de volcanes que a lo largo de unos 850 kilómetros, une Puerto Rico y Venezuela. Ese rozamiento de placas que se estima entre 1 y 2 centímetros al año es el que produce el desencadenamiento de los terremotos y la actividad volcánica.
El luctuoso suceso
Una ardiente nube piroclástica de más de 10 kilómetros de altura y temperaturas de hasta 1.000 grados centígrados, descendió por las laderas del Monte Pelado a una velocidad estimada de 670 km por hora, asolando completamente la ciudad. El flujo piroclástico avanzó por la superficie del mar alcanzando a varios buques anclados en el puerto, entre ellos al SS “Roraima”, cuya carga de nitrato de potasio explotó matando a casi todos sus tripulantes.
Alrededor de 30.000 personas murieron ese día, asfixiadas unas, incineradas otras. Louis-Auguste Cyparis, de 25 años, preso entre los gruesos muros de la cárcel donde estaba condenado a muerte, fue uno de los pocos supervivientes, siendo rescatado entre los escombros cuatro días más tarde. Años despues hizo carrera en el circo teatralizando su experiencia como «El hombre que sobrevivió al Juicio Final».
Muchas de las víctimas del volcán se podrían haber salvado de haber hecho caso a los signos que cuatro días antes de la erupción anunciaron la catástrofe. El domingo, cuatro de mayo, miles de serpientes venenosas y ciempiés gigantes huyeron de los bosques en la falda del volcán hacia la capital de la isla, mordiendo y picando a todo aquel que se cruzaba en su camino. Murieron cincuenta personas y un número indeterminado de caballos.
El SS “Roraima”, barco de vapor de la “Línea Quebec”, ancló sobre las 6 de la mañana a 900 metros de la costa de San Pedro. Sus 47 tripulantes y sus 21 pasajeros, entre los que se encuentran la señora Stokes y sus 3 hijos: Marguerite, 8; Eric, 4 y Olga, 3, y la señora HJ Ince, fueron testigos del flujo piroclástico que descendió lentamente por la ladera del monte Pelado.
Colofón
(Relato de un superviviente)
“Salimos de Nueva York el sábado 16 de Abril, a bordo del vapor de la línea de Quebec “Roraima”, su capitán George T. Muggah, en dirección a Demerara (Guyana), vía islas Windward (Islas de Barlovento del Mar Caribe). Nuestra tripulación constaba de 47 personas, y llevábamos a bordo 21 pasajeros entre hombres, mujeres y niños. El jueves 8 de Mayo, día en que ocurrió la catástrofe, notamos que empezó el día algo cubierto por nubes parciales y nos hallábamos anclados a la altura de la isla Dominica.
A la 1 de la madrugada levamos anclas y nos dirigimos al Sudeste hacia la Martinica. Todo iba bien hasta las 4 y 45 minutos de la mañana, hora en que yo me encontraba en el puente haciendo la guardia. La noche había sido hermosa y el mar estaba tranquilo. De repente, nos vimos envueltos en un humo espeso y en una lluvia de cenizas; nos hallábamos entonces a la altura de la extremidad Noreste de la Martinica (…) El viento era del Sur y el humo de la montaña venía directamente hacia nosotros (…) El polvo que caía era fino, penetrante, era una ceniza gris. A las 6 y 15 minutos de la mañana echábamos el ancla en San Pedro. El capitán del puerto y el médico vinieron al barco y pocos momentos después subían a bordo los agentes de nuestra compañías, los señores Plessoneau y Testarte (…) el cielo estaba perfectamente despejado sobre el puerto, pues nos encontrábamos a 5 millas al Sur de la montaña (…) En la Catedral se decía misa solemne y toda la gente rica había acudido a San Pedro para asistir a ella. Trabajadores y todo el mundo celebraban la fiesta (…) Entretanto, nuestros marineros, de contramaestre para abajo, limpiaban la arena y el polvo, que ya cubrían la cubierta con una capa que parecía arena blanca, de más de dos centímetros de espesor. De uno a otro extremo estaba el buque lleno de tal arena que se introducía por todas partes. Cuando el capitán y yo subimos al puente llevábamos los uniformes cubiertos de este polvo. Los pasajeros y la tripulación hacían acopio de arena y cenizas para conservarlas como recuerdo (…) Los oficiales se agrupaban sobre cubierta para disfrutar de la hermosa vista que el Pelado ofrecía lanzando inmensas columnas de humo que parecían elevarse hasta los cielos, y una vez allí, los vientos del Sur y el Este las arrojaban hacia el mar, así es que, donde nosotros nos hallábamos, la atmósfera estaba relativamente clara.
El sol lucía hermoso y brillante; todo nos sonreía, agradable y favorablemente, excepto por aquella columna de negro humo. Serían las 8 y algunos segundos de la mañana. Estando de tertulia sobre cubierta, el tercer contramaestre me dijo: “voy a por mí maquinilla fotográfica, pues aunque sólo me queda una placa no es cosa de perder tan magnífica vista”. Precisamente entonces, hubo una explosión en la montaña, sublime por lo grandiosa y terrible por lo mortífera. Es difícil decir si se abrió más de un cráter pero la conflagración no es posible compararla con nada; fue tan terrible el ruido que un trueno de los más estrepitosos resultaría como el disparo de una pistola comparado con el de un cañón de a treinta centímetros. Después vino rodando montaña abajo por las distintas ondulaciones del terreno la ardiente lava envuelta en llamas y humo, formando una inmensa nube luminosa terrorífica. Según descendía, arrastraba tras sí materia inagotable de lava como un tornado sin fin de vapores, cenizas y gas abrasador. En el instante que vimos esta gran erupción que hacia nosotros se dirigía, el capitán corrió al puente gritándome que levara el ancla. Yo salté hacia el molinete cuando nos sorprendió la destrucción. No es posible describir lo ocurrido. La tierra y el mar parecían confundirse en infernal torbellino, como si se tratara de esos ciclones occidentales que barren los árboles y cuanto a su paso encuentran; con el agravante de que este torbellino de explosiones incendiaba todo lo que alcanzaba. Sólo duró unos cuantos segundos, pero desde el momento en que empezó a recorrer la distancia que lo separaba de la ciudad, ésta estaba sentenciada. Lava, fuego, cenizas, humo, todo combinado cayó sobre nosotros en un instante. Entretanto, fue rodeándonos la oscuridad más espantosa y al mismo tiempo la avalancha se apoderaba también de las aguas del mar incendiando a su paso cuanto había no solo en la playa sino los buques anclados en el puerto. Quisimos levar anclas, pero era imposible arrancarlas del barro, encontrándonos amarrados a aquél infierno. La oscuridad aterradora lo envolvía todo, sin más alteración que la claridad intermitente producida por las abrasadoras nubes de gas destructor. Nuestro buque se incendió por varias partes a la vez y muchos hombres, mujeres y niños murieron en pocos segundos. Ocurría esto pocos minutos después de las ocho”. (Ellery S. Scott, primer oficial del vapor “Roraima”).