APRENDIENDO DEL MAR
Olía a mar como nunca, tanto que parecía que la sal penetraba junto al aire en cada inspiración. Se avecinaba levante. Juan podía distinguir el estado de la mar antes de que ni siquiera esta pareciese saberlo. A juzgar por el ruido, todavía casi inexistente en la orilla, tardaría al menos dos horas. Si se daban prisa podrían dar una vuelta por los acantilados antes de que las olas lo impidiesen. Le había prometido a su hijo llevarlo con él, el primer día de vacaciones y él era un hombre de palabra.
Veía a su zagal tan ilusionado que había llegado a contagiarle la emoción. ¡Parecía mentira lo que habían cambiado los tiempos! A su edad él ya estaba harto de salir a la mar con apenas un mendrugo que llevarse a la boca. Y para su chico, a pesar de que él lo llevó consigo desde bien pronto, seguía siendo una aventura.
Tenía ya quince años. Le iba bien en los estudios y si Dios y la Virgen del Carmen lo permitían, sería el primero de los González que tendría estudios. Eso le hacía sentirse tremendamente orgulloso.
Él apenas sabía leer, escribir y las cuatro reglas. Su vida había sido muy dura, llena de miserias. La mar era ingrata. En ocasiones tuvo que abandonarla y sus ásperas manos acostumbradas a la red y los remos, siempre húmedas por el agua, tuvieron que acostumbrarse al cemento y la llana que las resecaron hasta hacerlas sangrar.
Pero él era fiel. Siempre volvía. No podía vivir sin ella. Ya no la necesitaba para vivir pero se moría sin ella. Curiosa paradoja.
Su mujer le regañaba, “no necesitas salir a jugarte la salud, bastante te la jugaste ya”, le decía. Pero él era pescador, un auténtico marengo y necesitaba de la brisa marina para poder sobrevivir.
Había aprendido a respetar a la mar tanto como a amarla. Sabía escucharla, reconocía sus olores según de donde soplase el viento y sabía guiarse mirando al cielo. Tantas noches observándolo, lo habían convertido en un experto.
Aunque aún no era viejo, le gustaba contar las historias que a lo largo de su vida le había proporcionado la mar. Su hijo era su mejor oyente. Disfrutaba escuchándolo casi tanto como navegando.
Sacó las redes, no habría tiempo. El temporal se acercaba. Por unos momentos dudó en embarcarse, pero la desilusión reflejada en la cara de su hijo apenas se lo insinuó, le hizo desistir de ello.
“Vamos, un paseo rápido para que no te quedes con las ganas y otro día pescaremos”. Empujaron la barca entre los dos y enseguida se vieron mecidos por las olas que parecían crecer a cada paso.
Ese día Juan contravino la más elemental norma de los pescadores, salir cuando ya se oía el viento. Apenas se adentró en el mar se dio cuenta de su error. Viró hacia las rocas, al refugio de ellas se encontrarían a salvo, pero el mar parecía estar furioso y arremetía contra su pequeña embarcación sin piedad ninguna. Su destreza evitó en varias ocasiones que zozobraran, parecía uno con la barca, como un unicornio marino, mitad hombre, mitad barco. Su hijo lo miraba como si contemplase al mismo Neptuno. Tan fuerte, tan seguro…, no tenía nada que temer mientras estuviese con él.
Aún así el movimiento de las olas cada vez más fuertes, los hacía parecer apenas una brizna de hierba a merced de los elementos.
Se sentó junto a su padre y le arrebató un remo a pesar de la oposición de este. Había remado con él en multitud de ocasiones y se compenetraban de tal manera que parecían un solo hombre. Codo con codo en un esfuerzo de titanes, lograron alcanzar su destino. Ellos saltaron a la pequeña cala, pero no pudieron salvar la pequeña embarcación que quedó a merced de la marea.
Aunque empapados y angustiados por el riesgo que habían corrido, padre e hijo se tumbaron felices en la orilla, hasta que su respiración se calmó.
Juan abrazó a su vástago como si fuera la primera vez que lo hacía. “Tu madre me mata” le dijo entre risas y lágrimas.
Juanillo aprendió ese día una lección que no olvidaría nunca. Primero, que jamás rebatiría a su padre una decisión sobre el mar. Por mucho que él quisiera aprender, nunca llegaría a adquirir los conocimientos de su progenitor, fruto de toda una dura vida de trabajo codo a codo con las aguas. Le pidió perdón por haber insistido tanto.
Pero, y este fue el mejor aprendizaje del día, su padre con toda la humildad de la que solo los más grandes pueden hacer gala, se autoinculpó de su soberbia, al pensar apenas por un segundo, que él podía vencer al mar y que su palabra dada estaba por encima de todo lo demás. Había arriesgado no solo su vida, que en esos momentos le parecía lo de menos, sino la de su hijo adorado.
Al menos él sacaría algo en claro de esa aventura: nunca se debe retar al mar. Hay leyes que están por encima de las de los hombres. Para que el mar te respete debes respetarlo primero a él. Sus avisos son claros y nunca deben ser desoídos.