RELATOS DE LA HISTORIA DE MOTRIL

LA FABRICACIÓN DEL AZÚCAR EN LOS INGENIOS Y TRAPICHES MOTRILEÑOS DE LA EDAD MODERNA

Manolo Domínguez García -Historiador y Cronista Oficial de la ciudad de Motril-

El sector más importante de la economía motrileña a lo largo de su historia, ha sido indudablemente la agricultura y particularmente el cultivo de la caña de azúcar.

En correlación con este cultivo cañero que tuvo seguramente una historia de 1.000 años en nuestra vega, se han dado en Motril toda una serie de situaciones socio-económicas fácilmente relacionables y, además, el nacimiento y desarrollo de una de las industria de trasformación agraria más antigua de Europa: la industria azucarera.

Desde la Edad Media y hasta el siglo XIX, debido a la variedad de caña que se cultivaba llamada “Doradilla” que conservaba aún su carácter tropical, la zafra o corta de las cañas se iniciaba a fines de noviembre o primeros de diciembre y se terminaba bien entrado el mes de mayo e, incluso, si la cosecha era muy abundante hasta mediados de junio.

Paralelamente a la zafra, se iniciaba el proceso de manufactura azucarera en las “aduanas”, “ingenios” y “trapiches” motrileños. Las aduanas eran fábricas azucareras de origen musulmán y molían las cañas utilizando atahonas o alfarjes, es decir molinos de piedra corredera vertical, movidos generalmente por tracción animal, aunque no se puede descartar que alguno usase la fuerza del agua de la acequia; usando para moler las cañas, técnicas muy parecidas a las almazaras de aceite. El término aduana de azúcar dejaría de usarse en Motril cuando se introduce para moler las cañas el molino de dos rodillos de madera chapados de hierro y claveteados, dispuestos horizontalmente a modo de laminador; cosa que debió ocurrir en las últimas décadas del siglo XVI. Ahora, a las fábricas azucareras, se les llamarían ingenios reales. Posteriormente a partir de 1636 se introdujeron los molinos de tres rodillos verticales, invento americano que trae en esa fecha a Motril el caballero portugués Francisco Pérez de Olivera, construyendo en la Rambla de Capuchinos una fábrica llamada ahora ingenio Trapiche. Ambos, ingenios reales e ingenios trapiches, movían sus molinos con fuerza animal usando revezos de mulos y, en algún caso, la fuerza de agua como en el ingenio del Toledano.

La temporada cañera se iniciaba el mes de octubre, los “comisarios de cañas” nombrados por el Concejo municipal, realizaba una “tazmía”, el decir, el recuento aproximado del número de marjales plantados de cañas y calculando la posible producción cañera, utilizando unidades de medida de peso denominadas “tarea” (480 arrobas de cañas), “entrada” (145 arrobas) y “cañuela” (3 arrobas). En la vega motrileña había plantados de cañas unos 7.000 marjales a comienzos del siglo XVII, ampliándose hasta los 13.000 a mediados del XVIII, lo que podría suponer una molienda media de 1.500 tareas anuales o, lo que es lo mismo, unas 750.000 arrobas de cañas. Una arroba equivalía a 11,50 kilos.

Una vez calculada las producción cañera de la temporada, el Concejo reunía a los dueños y aviadores de las fábricas y acordaba con ellos el precio de la molienda por tarea de cañas y seguidamente se sorteaban los sitios del término municipal donde los ingenios podrían cortar la leña para su hornos. Inspeccionados por las autoridades concejiles los ingenios y trapiches y constatando que estaban “corrientes y molientes”, es decir, que estaban preparados con todos sus “pertrechos y adherentes” para efectuar la molienda y elaborar el azúcar adecuadamente, se les concedía la licencia para abrir sus puertas y comenzar los trabajos.

Normalmente la molienda se efectuaba “a dinero”, pagando cada labrador al ingenio por la molturación de sus cañas un precio, que oscilaba en el siglo XVII entre 40 y 50 ducados, por tarea de caña molida. La “maquila” o pago del importe de la molienda al propietario de la fábrica por medio de parte del azúcar producida, tan habitual en América, es poco usada en el Motril de estos siglos. En el siglo XVIII se usó que los labradores adelantaran a los ingenios parte del costo total de su molienda de cañas.

El orden de la zafra y de la molienda lo llevaba directamente el aviador o el administrador del ingenio, llamado “mayordomo de caja”, y se anotaba cuidadosamente en un libro llamado “Ballestilla”. Los gastos de la corta y trasporte de las cañas a las fábricas corría a cuenta del propietario del ingenio en las tierras de la llamada “Vega de los Canelones”, mientras que los cosecheros de otras zonas de la vega pagaban el “más a más”, a razón de una media de 92 reales por tarea de cañas llevadas al moler.

En lo que respecta al proceso de fabricación de azúcar que se usaba en los ingenios y trapiches motrileños de la Edad Moderna apenas sufrió modificaciones en sus técnicas desde la época musulmana, las innovaciones introducidas a partir del siglo XVII especialmente en el tipo de molinos, no bastaron para suprimir los procedimientos imperfectos y nada económicos empleados.

Los acarretos de cañas llegaban al ingenio donde se pesaban bajo el control del llamado “mayordomo de peso”, de donde pasaban al “palacio de batalla” donde se arrumbaban, desbrozaban y limpiaban por los trabajadores “raiceros” y “desturrilladores”, almacenándolas en tareas de 480 arrobas. Al peso de cada cañuela de 3 arrobas se le añadía la “refacción” o sea 3 libras de más, por la merma que sufrían las cañas en el desbrozo. Nunca se mezclaban cañas de varios labradores. De esto de encargaba el “mayordomo de mira”, fiscalizando que el ingenio no contraviniese los intereses de los cultivadores.

Una vez preparadas, los trabajadores llamados “parigoleros” llevaban las cañas en las “espuertas cañeras” a los molinos. Los “cebadores” eran los encargados de introducir las cañas en el molino. Cada ingenio tenía normalmente cuatro molinos en funcionamiento durante 24 horas y para exprimir adecuadamente las cañas se necesitaba darles entre 8 y 10 vueltas en ambos sentidos entre los ejes del molino y que, como estaban revestidos de chapas y clavos de hierro, salía el caldo mezclado con una especie de salvadillo que retrasaba, después, el proceso de obtención del azúcar. Cada dos horas se paraban los molinos para que se enfriaran y lavar los ejes o rodillos con lejía para evitar la acidificación que normalmente se producía. Un ingenio o un trapiche bien “aviado” molía por cada molino una media de 4 tareas diarias, más de eso se consideraba que no se estaba haciendo adecuadamente la molienda.

El jugo así extraído, pasaba por cañerías de barro o pequeños canales de piedra hasta el aljibe de cobre de la “cocina” del ingenio, donde se dejaba reposar por breve tiempo. Cuando este depósito tenía almacenadas entre 80 y 100 arrobas de caldo, empezaría a traspasarse a las calderas para continuar con el proceso.

Plano de la casa e ingenio de La Palma. Siglo XIX.

El bagazo obtenido en los molinos de pasaba con las “espuertas bagaceras” al “cuarto de vigas” donde se volvía a exprimir en las llamadas “prensas de viga”, que era cuatro en cada ingenio, dos de “recargo” y dos de “recibo”. Cada prensa estaba constituida por diez vigas de madera superpuestas y unidas por ceños metálicos y maromas de una longitud aproximada de 20 metros. El bagazo se metía en las llamadas “cajas”, cilindros de un metro de alto por 50 centímetros de diámetro, formadas por gruesos listones de madera o de hierro separados entre sí y sujetos con aros de hierro con charnelas. Con uno “husillo” los “prensilleros” hacían descender la viga para, con su peso, exprimir más el bagazo y obtener más caldo En algunos ingenios existía, además, el “recargón” que era un una prensa de dos rodillos paralelos engranados entre si y movidos por un aspa con tracción animal, donde al bagazo se le volvía prensar antes de ser llevado a las prensas de vigas. El “capataz de recargo” era el encargado de vigilar todo este proceso.

Ya en la “cocina” del ingenio, el caldo se trasvasaba del aljibe a los tres pares de “calderas de jarope o de jaropar” que eran de cobre y las más grandes y profundas del ingenio, pesaban 40 arrobas y las dos primeras recibían tradicionalmente los nombres de “calderas capitanas o patronas”, asentadas a baja altura para facilitar la manipulación, sobre hornos independientes donde se usaba leña menuda para para hacer hervir el caldo o “jarope” depositado. En estas calderas se hacía el primer cocimiento del zumo de la caña, clarificándolo y limpiándolo de impurezas. Había que removerlo constantemente con las “batideras” de cobre y echarle aceite para impedir que se derramara al hervir, retirando las espumas o “bromas” y añadiéndole sangre para que, al coagularse en la superficie del caldo, arrastrara las impurezas. Con cierta frecuencia se le añadía una pequeña cantidad de lejía, elaborada con cenizas de adelfa y salado, para que no se pusiera acido. El punto principal de este proceso de clarificación estaba en “desbromar” bien el jarope, ya que de no hacerlo perfecto el azúcar saldría con mal sabor. Las espumas, también llamadas “raguas”, se utilizaban para dárselas como alimento a los mulos de los revezos.

Una vez purificado el caldo, se trasegaba a otras calderas de unas 40 arrobas de peso, sobre las que situaban unos telares de madera con los coladores de cobre que se cubrían con unos paños de tela de jerga y de frisa o un paño basto llamado “pardo”, permaneciendo en ellos el salvadillo y las impurezas que quedaran. Los paños de los coladores se debían lavar cada 24 horas.

Una vez colado el caldo se pasaba a las “calderas de melar”. Un ingenio podía tener entre cuatro y ocho calderas de cobre de este tipo y eran más pequeñas que las de jarope, pesando cada una unas 20 arrobas. En cada caldera se echaban cuatro cubos de caldo y se calentaba lentamente con un fuego suave y continuo. Los “meleros” batían constantemente y muy despacio el caldo hasta que empezará a cuajar haciéndose melaza. Una vez que el “maestro de azúcar” consideraba que las mieles estaban bien cocidas y en su debido grado, “saliendo limpias, purificadas y espejadas”, se trasvasaban a diez grandes “tinajones” de barro con una vasija de cobre de dos asas y pico de jarro llamada “repartidera”. Los tinajones se llenaban con 350 arrobas de “melado” y se dejaba reposar hasta que se enfriase, asentándose en el fondo las impurezas que podrían aún quedar.

De aquí, en un nuevo trasiego, las mieles de pasaban a las denominadas “calderas tachas o de cuajo”. Estas calderas de cobre de 6 arrobas de peso cada una, eran de más pequeño tamaño que las anteriores y bastante profundas. Se calentaban con fuego muy vivo de bagazo o atocha y en ellas, los trabajadores “tacheros” batiendo incesantemente, bajo la atenta mirada del maestro de azúcar, les daban a las mieles el “punto de azúcar” o “el punto neçesario para la quaxación de los açúcares”.

Cuando el maestro, con su experiencia y práctica, consideraba que el azúcar había cristalizado convenientemente se pasaba la masa cristalizada a las “formas” que eran unas vasijas de barro en forma de tronco de cono abiertas en cada extremo y utilizadas para “purgar” y “blanquear” el azúcar. Antes de ser empleadas para llenarlas de melaza en punto de azúcar, estas formas de mantenían en remojo en el “alberca de las formas” y se les daba interiormente una “mano de aceite” o una especia de brea llamada “zulaque”, para evitar que la melaza se pegara. Por ordenanza municipal, las formas de la marca de Motril debían fabricarse de una cabida de 5 0 6 arrobas. Cuando se conseguía un “cuajo completo”, es decir una cantidad de melaza para llenar 70 u 80 formas se iniciaba el proceso de “purgación”.

Esta operación se realizaba en la dependencia o cuarto del ingenio llamado “banco”, donde se colocaban las formas asentadas sobre paja o bagazo en un poyete de obra de aproximadamente un metro de ancho y construido en todo el perímetro de la habitación y según un orden que tradicionalmente se venía manteniendo desde antiguo. Con las 70 u 80 formas del cuajo completo se hacían dos filas, nunca más de dos. Las de mayor cabida se colocaban en la fila interior pegada a la pared y las más reducidas en la fila exterior. Las formas, cuyo agujero más pequeño se cerraba con un tapón de bagazo o de papel de estraza, se iban llenado de melaza por los obreros “formeros” y “banqueros”, empezando por la izquierda de la fila trasera. Durante el primer día en el banco la melaza, en las formas, se removía con una “espátula”, instrumento de cobre largo y plano usado por el maestro de azúcar para observar el estado de las “cuajaciones” y a continuación, durante los dos o tres días siguientes, se dejaban en reposo hasta que se “helaba” el azúcar, formándose en la parte de arriba de las formas una capa blanquecina de azúcar cristalizada.

Conseguido este punto, las formas se llevaban al “cuarto de blanqueo”. En esta estancia de la fábrica a las formas se les quitaba el tapón y se colocaba invertidas sobre unas vasijas de cerámica llamadas “porrones” y por el agujero inferior se iba escurriendo la miel por gravedad y así se dejaban durante uno o dos meses, obteniéndose de cada forma unas 2 arrobas de “miel prima”. Pasado este tiempo, el maestro decidía blanquear el azúcar y para ello se le aplicaba en la parte superior de cada forma, una “primera tierra” o capa de greda o barro arcilloso muy húmedo El agua del barro arrastraba la miel llamada de “tierra” e iba blanqueando el azúcar.

Esta primera tierra una vez seca, era retirada y se le volvía a poner una nueva capa de greda o “segunda tierra” muy diluida que se refrescaba con agua ocho días. Una vez seca se le tornaba a dar a las formas una “tercera tierra” que se humedecía durante tres días, dejándola secar a continuación. Para entonces la melaza había dado toda la miel de tierra que sería como de dos arrobas.

Pasados cuatro meses el azúcar quedaba blanco y se obtenía el “pilón”, cono de azúcar que se sacaba de la forma con un peso aproximado de 2,5 arrobas, llamado en Motril “azúcar de pilón” o “azúcar en prieto” que, una vez “entalegado” en bolsas de lona llamadas “pilleras” o “empapelado” atados con tomizas, se vendía o se volvía a refinar junto con las mieles en las diferentes “casas de blanqueo” que había en Motril a lo largo de la Edad Moderna, obteniéndose los “procedidos”: “segundos azucares o guitas”, “azucares de quebrados” y los “azucares mascabados”.

En conjunto el proceso manufacturero realizado en los ingenios y trapiches motrileños de los siglos XVI al XVIII, duraba prácticamente todo un año; moliendo cada uno de ellos alrededor de 400 tares de cañas y con una producción de azúcar de unos 4.000 pilones. Anualmente, la producción azucarera en conjunto de todas las fábricas que había en Motril en los mejores años de cosechas cañeras de este tiempo, sería entre 70.000 y 80.000 pilones; unos dos millones de kilos de azúcar cada año. Verdadero oro blanco que, en realidad, no sirvió para el desarrollo y la riqueza de la mayor parte de la población de Motril de estos siglos.

Para saber más:

. Manuel Domínguez García: La caña de azúcar y la industria azucarera en Motril en la Edad Moderna. Motril, 1995. 362 paginas.

. Manuel Domínguez García: Ingenios y trapiches azucareros en Motril. Motril, 1991. 95 páginas.

. Manuel Domínguez García: Aproximación a la historia de la caña de azúcar y la industria azucarera en Motril en la Edad Moderna (1570-1800). Trabajo de investigación. Uned. Madrid, 2006. 526 páginas.

. Manuel Domínguez García: Documentos para la historia del azúcar en Motril (1567-1804). Trabajo de investigación. Motril, 1985. 488 páginas.

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