EL CRIMEN FUE EN GRANADA, ¡EN SU GRANADA!
Deseo con toda mi alma que esos treinta minutos, en los que el cuerpo de José Miguel Castillo Higueras permaneció inerte, tirado en el suelo de un callejón del centro de Granada, mientras algunos transeúntes pasaban a su lado sin dignarse atenderle o pedir auxilio a los servicios de emergencia, José Miguel ya hubiera perdido la consciencia y no agonizara siendo testigo de la inhumanidad de sus vecinos, de su egoísmo, de su cobardía y de su escandalosa falta de empatía. Ojalá que el último sentimiento de mi amigo, no fuera el de la amargura ante la incuria y la desidia criminal de sus paisanos, a quienes tantos años dedicó su trabajo y por los que tanto peleó.
Dicen que la muerte nos iguala a todos. No es verdad. La de José Miguel es inhumana, absurda, inmerecida, cruel y vergonzante para la ciudad que tanto amó y a la que tanto retrata como un espacio insolidario, ausente del coraje y la valentía exigibles para auxiliar a un ser indefenso, víctima de una agresión infame y cobarde.
Nadie estamos libre de sufrir una agresión en esta, o en cualquier otra ciudad, pero lo que resulta absolutamente descorazonador, es la respuesta a hechos tan execrables. Los últimos minutos de vida de Castillo Higueras, nos ponen ante un espejo que nos devuelve la imagen de una ciudad deshumanizada, ecpática y muy escasa de valores humanos y sociales.
Me dirán ustedes que lo mismo que ocurrió el domingo por la mañana en pleno centro de Granada, también ocurre en otras ciudades. Es probable. Pero es que esta es la nuestra, de la que presumimos, de la que contamos a nuestras amistades que es un paraíso para disfrutar de sus calles, de sus noches, un oasis de buen rollo. Mentira. Cuando llega la hora de la verdad y esa hora fue la de las ocho de la mañana del domingo, demostramos que, salvo honrosas excepciones, somos una auténtica vergüenza.
Al margen de incurrir en el delito de omisión del deber de socorro, por el que ojalá paguen las consecuencias, los individuos que dejaron que José Miguel agonizara durante treinta minutos, sin el menor atisbo de calor humano, demuestran una tendencia extraordinariamente preocupante, de un individualismo patológico y una ausencia de intentar comprender los sentimientos y emociones de los demás.
Nadie se merece una muerte tan absurda, tan sórdida y tan injusta, José Miguel, menos que nadie. Su amor por esta ciudad, su dedicación a ella, su elegancia, su bonhomía, su brillantez, su humor, su conversación, su bondad, merecían otro final y desde luego no este.
No voy a especular ni un segundo sobre las circunstancias de su muerte, ni sobre la repugnante reproducción en redes y medios del espeluznante vídeo de sus últimos momentos. Fue un espíritu libre, vivió como le dio la gana, se puso el mundo por montera para escándalo de la alta sociedad a la que por cuna pertenecía, dignificó la imagen de esta ciudad, sacó su urbanismo del compadreo que la destrozó durante los años del franquismo y se convirtió en un icono irrepetible que ahora nos deja un vacío imposible de llenar.
No reiteraré en estas líneas el sobradamente conocido currículum político y público de un José Miguel, al que tuve la suerte de conocer hace más de cuarenta años, cuando yo era un joven periodista entusiasta, aún en la facultad y él un flamante concejal del partido comunista, para escándalo de sus pares sociales de Granada. «Señorito camarada» le llamaba su tata, para sorpresa y regocijo de un Santiago Carrillo, que nunca olvidó aquel tratamiento.
No obstante no quiero dejar de subrayar que, antes de rescatador de fastos, ceremonias, procesiones y faldumentos, fue el primer concejal de urbanismo que se hizo valer como tal, en una ciudad que durante cuarenta años se había destrozado y especulado con la más absoluta impunidad. José Miguel puposo pie en pared para asombro de todos, sobre todo para quienes se frotaban las manos, y las billeteras, pensando que alguien de su «clase» iba a ser pan comido. Granada le debe mucho, pero sobre todo le debe el primer plan general de ordenación urbana de la democracia, con el que esta ciudad empezó a ser un poco más humana y un poco más de todos y no de los mismos de siempre.
Lo mismo recibía a la reina Noor de Jordanía, o a la Begum Salima, vestido rigurosamente de Armani, que se enfundaba en una chupa de cuero, para «pinchar» en las discos de moda de Granada, Madrid, Roma o Nueva York, porque, en contra de quienes le consideraban un remedo de Antoñita la Fantástica, servidor puede dar fe, de que José Miguel era mucho José Miguel fuera de «su» Granada.
Alguien que se presentaba en el plató de Localia para comentar la procesión de la Tarasca, con una bolsa de deporte, de la que en mitad del directo sacaba la cabeza original del maniquí que él había restaurado y guardaba con mimo; o que convenció al gran Pepe Tamayo, para diseñar un montaje multitudinario que convirtiera la Toma, en un espectáculo similar al Palio de Siena, en el que los granadinos hiciéramos de la ciudad un enorme teatro medieval; que en mayo del 83 viajó a Londres para traerse el supuesto yelmo de Boabdil, por el que al final no pujó, sospechando, como así era, que aquel casco nunca protegió la regia testa del último sultán nazarí; alguien que dejó su firma en la recuperación para la ciudad del Carmen de los Mártires, en la creación de la Orquesta Ciudad de Granada y en el rescate de las más hermosas tradiciones de esta ciudad, es sin duda una figura irrepetible, a la que le quedaba mucho por aportar, como lo demostró semanalmente en aquella maravillosa tertulia de la Voz de Granada, en la que dejaba embelesados a oyentes y contertulios.
Intentar hacer de la muerte de José Miguel Castillo, un arma arrojadiza más, por un quítame allá esos honores, no deja de ser otra indignidad que sumar a las ya de por sí indignas condiciones de su muerte. Recordémoslo como a él le gustaría que lo hiciéramos, vital, alegre, inconformista, rebelde y libre y ojalá su absurda muerte sacuda la conciencia de una ciudad que merece mucho más de sus ciudadanos, porque no se nos olvide, que como dijo Machado de Lorca: «El crimen fue en Granada, ¡en su Granada!».