AMOR SOÑADO
Estaba sentada en el banco y como tantas veces dejó volar sus pensamientos y se imaginó a sí misma como la heroína de los libros que leía. Suspiró y retomó la lectura. Susana, que así se llamaba la protagonista del libro en cuestión, sufría lo indecible en un matrimonio que había sido concertado por sus padres, cuando ella era aún una niña. Llevaba tres años casada con un hombre de la edad de su progenitor, que actuaba con ella como si de su último juguete se tratase.
Pero quiso el destino, que frente a la casa donde pasaba su triste existencia, se estableciera un bufete de jóvenes abogados.
Uno de ellos, Alberto, no dudó en ofrecerse a sus vecinos para llevarles cualquier pleito que se les pudiese presentar, y ofrecía sus servicios por una minuta tan discreta, que la mayoría de ellos accedieron a cambiar de letrado sin pensárselo dos veces. Así fue como Susana y Alberto se conocieron. Y así fue como a partir de ahí su historia se deslizó por las mismas vicisitudes, riesgos, peligros y pasiones, que cualquier amor prohibido lleva siempre consigo.
Cada nuevo encuentro de los jóvenes amantes era más arriesgado y la pasión que desbordaban cada vez más dramática. Llegó un momento en que se buscaban con tanta frecuencia, que parecía como si solo el aire compartido fuese capaz de llegar a sus pulmones y permitirles la respiración para seguir viviendo.
Elena sufría con ellos en cada línea que leía y se dejaba llevar por los sentimientos encendidos que la novela tan bien describía.
Lloraba con Susana, por su dolor y con Alberto por su desesperación. Llegó incluso a odiar al marido por el solo hecho de existir.
Aunque posiblemente sin su existencia, el ardor de los encuentros de los jóvenes no hubiese llegado nunca a la intensidad que alcanzaba precisamente por eso, porque no debía ser.
Un escalofrío la sacó del éxtasis en que yacían los amantes. Eran las 6 y debía ir a recoger a Luisito de clase de inglés. Se lo había prometido a su amiga y total, tampoco tenía nada mejor que hacer. Su vida era tan aburrida, que si no fuese por la fe ciega que tenía en llegar a convertirse algún día en alguna de las heroínas de esas novelas que tanto le gustaba leer, posiblemente habría caído en una depresión hacía tiempo.
Solo Ángela, la madre de Luisito, conocía los sueños que albergaba el corazón de Helena.
Hacía tiempo que la mayoría de sus amigas se habían casado y casi todas ellas tenían hijos y familia propias, pero ella había rechazado uno tras otro a todos los que intentaron entrar en su corazón. Era una ilusa, le decía su amiga, pero ella seguía esperando a su Alberto particular. Alguien que fuera capaz de arriesgar por ella si fuese necesario su propia vida, alguien a quien – estaba segura – reconocería nada más ver.
Sabía que ese amor por el que suspiraba era más propio de la literatura romántica del siglo XIX que del XXI en el que ella habitaba, por eso en muchas ocasiones pensaba que se había equivocado de fecha al nacer. Se había retrasado demasiado y su concepción del amor no tenía cabida en este mundo apresurado, de arrebatos amorosos en cualquier habitación de hotel.
Por eso leía y leía. Su madre le decía que acabaría volviéndose loca, como don Quijote. Que se le iba a pasar el arroz, que todas sus amigas estaban ya “recogidas” y que ella no hacía más que leer y leer…
Hasta cierto punto sabía que su madre tenía razón. Ya casi apenas iba a ningún sitio. Entre otras cosas porque se sentía fuera de lugar en casi todos. La gente de su edad estaba toda emparejada y los que no lo estaban, parecían padecer un celo eterno que los llevaba a emparejarse con la misma facilidad que pedían una caña en el bar.
Nada de eso era lo que ella necesitaba, por eso se refugiaba en esas maravillosas historias con las que se identificaba de tal manera, que en más de una ocasión creyó sufrir algo cercano a una crisis de ansiedad ante la posibilidad de que los amantes de turno fuesen descubiertos.
Ya ni siquiera era capaz de concentrase en la preparación de las oposiciones, que parecían haberse convertido en eternas para ella.
Tan ensimismada iba en sus pensamientos que cruzó la calle sin mirar. No sintió nada, solo un resplandor inmenso envolviéndola, del que surgió la figura del que tanto tiempo había esperado. Lo supo nada más mirarlo a los ojos; sus ropajes parecían de otra época y otro tiempo, pero no importaba. Era él y la llevaba esperando toda la eternidad.
El conductor de la furgoneta no pudo hacer nada, salvo intentar un frenazo de emergencia con el que solo consiguió arrastrar el cuerpo, ya sin vida, de la joven casi quince metros, eso fue lo único que pudo relatar a la policía cuando esta se personó en el lugar de los hechos