LOS CUENTOS DE CONCHA

AMANECER

Concha Casas -Escritora-

Se levantó corriendo de la cama, ese día se le había hecho tarde, descorrió rápidamente la cortina  y pensó que no había una vista más maravillosa en el mundo, que la que contemplaban sus ojos en ese momento. Había llegado a tiempo. 

Su balcón se asomaba al mar. Estaba tan cerca de él que a no ser que se acercase hasta la misma barandilla, solo veía agua.

Era el momento del amanecer, ningún otro en el día tenía para él la intensidad que ese aportaba a su espíritu. El cielo comenzaba a cubrirse con un leve manto rosa que iba adquiriendo intensidad hasta llenar de desiguales pinceladas púrpuras todo el horizonte.

A él se le antojaba un paje que alumbrase la llegada del rey, del sol. Cuando este hacía su aparición,  su respiración se entrecortaba. Primero era una línea diminuta,  pero de una luminosidad tal que los colores que hasta ese momento embellecían la escena, se iban apagando a la par que esa esfera incandescente iba tomando forma y creciendo. Ahí contenía la respiración incapaz de apartar la vista del espectáculo del que cada día era testigo y que sin embargo en cada jornada le sorprendía aún más.

Cuando el sol trepaba al fin sobre el mar para iniciar su ascenso, podía escuchar redobles de tambor culminando semejante proeza. 

Entonces soltaba el aire que se había ido acumulando en su pecho. La inmensidad de lo que veía lo embargaba de tal manera,  que en ocasiones llegaba a llorar. Se sentía diminuto y a la vez gigante. Diminuto porque ante tal espectáculo la impotencia de ser un simple observador lo desbordaba. Le hubiese gustado fundirse en esa belleza y formar parte de ella, aunque su vida fuese algo tan fugaz como intenso el momento que presenciaba cada mañana.

Y gigante porque él era consciente de la magnitud de lo que contemplaban sus ojos. No entendía como el mundo entero no se paralizaba ante semejante visión. Por eso cada mañana para él era una inyección de autoestima. Solo por ver y sentir el milagro que tenía lugar frente a su ventana.

Se había convertido en un ritual, no concebía su vida sin esa contemplación matinal. De hecho hasta que el color del cielo no alcanzaba la uniformidad del día,  no se despegaba de su privilegiado rincón.

Si durante toda la jornada pudiese mantener en su interior la grandeza que invadía su alma a esas tempranas horas, todo sería diferente.

Había algo que le sorprendía tanto como cuando de pequeño intentaba entender la infinitud del universo, una especie de vértigo se apoderaba de su estómago cuando lo pensaba. Al ser la tierra redonda y estar en movimiento,  siempre habría  un lugar en el mundo en el que estuviese amaneciendo. Daría cualquier cosa por convertirse en un haz de luz,  para poder viajar a la velocidad en que esta se desplaza y vivir en un eterno amanecer. Entonces esa plenitud que lo envolvía en su contemplación diaria duraría toda la vida, todas las horas del día se sentiría uno con el universo.

Pensó que en otra vida anterior, muy anterior, quizás fue Aurora, la hermana del sol y de la luna, la  que anunciaba el día. La hermosa  diosa de los dedos rosas que madrugaba cada mañana  para dar la bienvenida a su hermano. Incluso en los momentos de mayor arrebato,  llegó a pensar que fue  el mismísimo Helios y que alguna ofensa a un dios más poderoso lo había condenado a su nueva condición de simple mortal,  para cada día asistir impotente al maravilloso espectáculo del que durante tanto tiempo fue protagonista absoluto.

A veces en su contemplación se cruzaba con alguien que intentaba inmortalizar ese momento con una fotografía. Inmortalizar lo que ya era inmortal… solo bastaba con poder seguirlo.

Su vida, de tanto desear ese encuentro, comenzó a transcurrir muy deprisa. Tan deprisa que llegó un momento en que los amaneceres se juntaban unos con otros. Llegó incluso a apenas recordar lo que transcurría entre ellos. Vivía por ese momento, ese éxtasis que lo elevaba hasta casi llegar a esa anhelada fusión.

El cielo también se acostumbró a él y para él cada mañana dibujaba magnificas escenas entretejiendo los colores de la aurora y jugando con las nubes a construir maravillosos paisajes,  que apenas duraban lo que él tardaba en contemplarlos. Las formas variaban con la misma velocidad con la que el astro rey las apartaba de sí con su sola presencia. Cuando él llegaba todos los demás se apartaban y ascendía hacia lo más alto tan rápidamente, que en ocasiones con un simple parpadeo desaparecía de su marco visual.

Cuando las primeras pinceladas ponían fin al oscuro manto de la noche y las tinieblas iban siendo desplazadas por la luz, un viento suave y firme parecía aliarse con la vida y soplaba como queriendo ayudar a despejar de la faz de la tierra la tenebrosa falta de claridad, entonces sentía frío y se acurrucaba contra sí mismo sin poder apartar la mirada de ese firmamento estrellado,  que en breve resplandecería ocultando esos otros  pequeños soles.

Y fue un día de esos en los que el viento se alió con la aurora, cuando el primer rayo lo miró de frente y le alargó una mano,  a la que se aferró como quien busca su salvación eterna, convirtiéndolo en el anhelado haz de luz que tanto ansió ser. 

Dicen que algunas mañanas, al amanecer, un risa de felicidad se escucha al mismo tiempo que el sol hace su aparición por el horizonte, una risa infinita que resuena en cada rincón del planeta cuando el primer rayo comienza a calentar, dura apenas una fracción de segundo, pero si prestas atención la podrás escuchar.

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