Domingo, 21 de noviembre de 2.021.
FALLECIMIENTO DEL ARQUITECTO LEOPOLDO TORRES BALBÁS
Antonio Gómez Romera
Hoy se cumplen 61 años (lunes, 1960) del fallecimiento del arquitecto, restaurador, medievalista, investigador y pedagogo, Leopoldo Torres Balbás. Entre los años 1923 y 1936, Leopoldo desarrolló en los espacios históricos de La Alhambra y El Generalife una gran labor arqueológica y restauradora como Director-Conservador de la Medina Medieval Nazarí. En los paseos y el bosque, la Alcazaba, los Palacios de Comares, Leones y Partal, el Secano y Torres Palacio de San Francisco, el cristiano de Carlos V, la Puerta de Bib Rambla y El Generalife, y en las inmediaciones de estos recintos, excava la Silla del Moro y el Palacio de Dar Al-Arusa. La Alhambra que se conserva hoy, es la que nos legó Leopoldo Torres Balbás.
El Historiador de Arte, Diego Angulo Íñiguez (1901-1986), escribió en su día para la revista científica “Archivo Español de Arte” su necrológica, de la que reproduzco un fragmento: «Atropellado por una motocicleta la semana última, Torres Balbás tuvo perdido el conocimiento durante varias horas, pero, recobrado éste y creyéndose restablecido, se reintegró a su labor diaria. El domingo último, día 20, sufrió, sin embargo, un nuevo ataque, al que siguió una intervención quirúrgica y falleció en la mañana del día siguiente».
Otro insigne arquitecto, Fernando Chueca Goitia, le dedicó sentidas palabras tras su pérdida, refiriendo que «la muerte de muchos hombres prefigura la condición de sus vidas. La del gran arquitecto, gran historiador y gran maestro fue silenciosa, y por eso nos dejó también en silencio. Nunca olvidaré el atardecer del martes 22 de Noviembre, cuando un grupo fervoroso de amigos, de catedráticos, de investigadores, de académicos y de discípulos contemplábamos cómo caía la tierra húmeda y esponjosa sobre el vacío de una fosa abierta entre cipreses empapados de una ternura lánguida y otoñal. Y, sobre todo, nunca olvidaré el largo silencio que entonces se produjo, sobre el que caían los minutos uno a uno, lentamente, como otras tantas ofrendas de respeto, como áureas monedas de gratitud. Este silencio tenso y distendido, emocionante, lo tengo grabado en el alma».
Leopoldo Torres Balbás es nombrado Arquitecto Conservador de la Alhambra por Real Orden de 20 de Marzo de 1923, y toma posesión el martes, 17 de Abril en las habitaciones de Carlos V de la Alhambra, en presencia del Gobernador Civil, Miguel Rived Arbuniés (1869-1961) y otras personalidades. Dos días después, el jueves 19, ya comienza su labor, detallada así en su “Diario de obras y reparos en la Alhambra y el Generalife»: “Se comenzaron las obras de reforma de las antiguas habitaciones del Gobernador, encima del Mexuar o Capilla, picando, enluciendo y blanqueando las tres más al sur; abriendo en la primera de ellas dos balcones que estaban tapiados, convertidos en alhacenas, y colocando en las otras dos un zocalillo de rasilla entre dos fajas de azulejo sevillano. En la de en medio se quitó el tabique que la dividía. Pintáronse también puertas y ventanas”.
Otro reputado arquitecto, Alfonso Muñoz Cosme, en el Preámbulo de “La vida y la obra de Leopoldo Torres Balbás” (2005), reseña igualmente el sentido momento de su pérdida. En concreto alude a como “el día 22 de Noviembre de 1960, a las cinco de la tarde, un cortejo fúnebre parte del número 63 de la calle Viriato hacia el cementerio de la Almudena. Al entierro asisten numerosos académicos, catedráticos de universidad, arquitectos e intelectuales. Telegramas y cartas de pésame llegan de instituciones y particulares de varios continentes. Pero todo se desarrolla de forma sencilla, en el silencio de la tarde de un martes del otoño madrileño. El silencio, mezclado con el olvido, había marcado los últimos años de la vida de un hombre y ha continuado envolviendo lo que años atrás fue una obra brillante y decisiva para el patrimonio arquitectónico, una enardecida defensa de nuevas concepciones en arquitectura, una labor investigadora que abrió nuevos campos de conocimiento. Esa tarde cubrió la tierra un espíritu lúcido e incansable que ya había dejado de residir en un cuerpo enfermizo para permanecer siempre en los monumentos que reparó, en los edificios que construyó, en los libros que escribió y en las personas que lo conocieron”.
Con el inicio de la Guerra Civil, el nuevo comandante militar en Granada de las tropas sublevadas, el coronel de infantería Basilio León Maestre (1879-1937), destituyó el 25 de Agosto de 1936 a Torres Balbás de sus cargos de Arquitecto Conservador de la Alhambra y de Zona, nombrando Director de la Conservación de Monumentos Nacionales y, en especial del recinto de la Alhambra, a un delegado de la autoridad militar, Fidel Fernández Martínez (1890-1942), auxiliado por un arquitecto conservador, Francisco Prieto Moreno (1907-1985). En la carta de cese se citaban entre las razones el ser «persona afecta al régimen de izquierdas, simpatizante con los militantes del Frente Popular».
Para el citado arquitecto Fernando Chueca Goitia, «la labor que hizo Don Leopoldo Torres Balbás en la Alhambra entre los años 1923 a 1936, es algo tan fundamental, que en gran parte la Alhambra que hoy vemos se debe a sus desvelos, a sus sabias restauraciones y a su sensibilidad para comprender la obra de aquellos artífices granadinos de la Edad Media. Consolidó, restauró, completó, aseguró para muchos años la estabilidad del monumento y además no alteró para nada la esencia original de la estructura o de la decoración. No cayó en el error de completar yeserías con un criterio más o menos caprichoso, sino que donde éstas habían desaparecido, ordenaba los paños con formas geométricas para recuperar la línea arquitectónica sin caer en la falsificación».
Como colofón quiero finalizar la efeméride de este domingo con un fragmento de unas “entrañables cuartillas escritas por un alumno de su último curso”, Fernando de Terán. Concretamente dicen así: “A la memoria de D. Leopoldo Torres Balbás, titular dela Cátedra de Historia de la Arquitectura y las artes Plásticas en la Escuela Superior deArquitectura de Madrid: “El elogio y homenaje debidos a su personalidad científica y académica, así como la valoración de su obra, importante y fecunda, queden para voces más autorizadas. Nosotros sólo vamos a recordarle con el emocionado cariño y la honda admiración de discípulos a su maestro (…) Vamos a recordarle por su dedicación a la cátedra en la Escuela, donde todos hemos aprendido, más que unos datos o fechas ineficaces e inertes, toda una actitud y sistema para la comprensión de los fenómenos estético-culturales (…) Su magisterio excedía la enseñanza de la Historia del Arte y de la Arquitectura, y por eso era tanto más fecundo, rico e interesante. Y todo lo hacía don Leopoldo de modo tan llano y sencillo que parecía el espontáneo y bien ordenado cumplimiento de un acto del diario vivir (…) Mucha era la erudición acaudalada por don Leopoldo en libros y viajes y mucha la sabiduría que hacía llegar al alumno. Pero en él, sobre el erudito y el profesor, culminaba el más alto valor de su personalidad moral que nosotros percibíamos en su rectitud, veracidad y desinteresada dedicación (…) Porque don Leopoldo, tras una apariencia de hosquedad y adustez, guardaba una vena de afecto, buena voluntad, interés y comprensión para los problemas de la juventud y concretamente de sus alumnos (…) Nunca se le imputó un fallo injusto, un rapto de mal humor, una arbitrariedad. Se le sabía justo y sincero, y el que menos, sentía hacia él respeto y admiración. Pocos profesores habrán alcanzado entre sus alumnos un prestigio tan sólido y unánime y hasta un afecto tan real (…) El último día de clase, alcanzada ya la jubilación, don Leopoldo se sentó en el borde de la tarima, más cerca de nosotros, y mirando por la ventana, se despidió de nosotros como profesor, con naturalidad y sencillez, sin afectación ni dramatismo, con palabras tan sinceras que el aplauso que le teníamos preparado no llegó a estallar. Un largo silencio siguió a sus palabras, mientras él seguía allí sentado con la mirada perdida a través de la ventana. Y cuando al fin nos dijo que podíamos irnos, lo hicimos en silencio y lentamente, conmovidos hasta lo más hondo, como es posible que él mismo estuviera bajo su tranquilo aplomo e inconmovible apariencia (…) Y un día se fue para siempre, con sencillez y humildad, como lo hacía todo”.