ACEPTAR LO INEVITABLE
Laura tuvo conciencia de que roncaba desde que empezó a hacerlo. Hacía tiempo que los primeros síntomas del fin definitivo de su juventud se iban haciendo más y más evidentes.
Primero fue esa marca en su cara con la que se levantaba todas las mañanas y, que hasta hacía bien poco, desparecía tras el desayuno poco más o menos… Hasta que un día se quedó ahí, permanente, fija, cada vez más profunda. Tanto es así que más que una arruga llegó a parecer una cicatriz.
Luego los brazos. Un día echando sal a la ensalada notó un movimiento tan desconocido como desagradable en la parte interior de sus extremidades superiores. Se las palpó atónita y con una urgencia casi enfermiza se examinó ante el espejo, que no hizo más que confirmar lo que acababa de sentir.
Después llegaron más surcos, más arrugas, hasta que un día además, notó el descolgamiento de su cara entera. A ambos lados de su boca comenzó a caer la piel que antes se mantenía tersa y firme, dándole a su rostro una expresión de tristeza que nunca había sido suya.
Fue ahí cuando comenzó a molestarle la imagen que el espejo le devolvía. Se levantaba feliz, como siempre, vital como siempre también, hasta que el maldito espejo le recordaba que ya no era como había sido hasta entonces.
En ese momento era cuando notaba que la vida le pesaba y sus hombros antes erguidos y orgullosos, se doblaban sobre si mismos contribuyendo aún más a esa desagradable sensación de tristeza que su imagen ofrecía.
De pronto un mes no le vino la regla. Al principio se alarmó. Ella era un reloj. Desde que a los doce años tuvo su primer periodo, tan solo en sus embarazos había desaparecido de su vida la visita mensual. Pero al poco comprendió que lo que le estaba ocurriendo no era sino otro aviso del principio del fin.
Apenas habían pasado dos o tres días de esa falta, cuando un fuego abrasador que se iniciaba con su corazón disparándose al compás de mil tambores que atronaban su esternón, encendió su cara y la cubrió de un sudor pegajoso y frio que la bañó desde la frente.
Todavía no lo sabía, pero ese primer sofoco, no iba a ser sino el primero de muchos que la iban a acompañar a lo largo de los siguientes años.
Los peores eran los nocturnos. En ocasiones la hacían saltar de la cama buscando un aire que parecía negarse a entrar en sus pulmones, dejándola tan maltrecha como deprimida.
Y para culminar la sucesión de desastres a los que su cuerpo estaba siendo sometido, mas o menos por entonces fue cuando se escuchó roncar.
Su sueño siempre había sido muy ligero. Sobre todo desde que nacieron sus hijos. Era capaz de oir hasta la sábana si se deslizaba por sus cuerpecillos destapándolos. De manera que la primera vez que escuchó ese ruido grotesco y desagradable, se despertó alarmada buscando el origen del mismo.
Estaba sola en la casa. Hacia tiempo que la familia que con tanta ilusión y tanto amor había formado se había desvanecido. Luis, su marido, había corrido tras las faldas de su secretaria cuando sus hijos apenas salían de la niñez, dejándola sumida en una depresión profunda, de la que tardó casi dos años en salir.
Los niños se marcharon a estudiar fuera y nunca, salvo para la vacaciones, habían vuelto a ocupar las habitaciones que con tanto cariño había decorado para ellos.
De manera que la evidencia fue aplastante. El ronquido había salido de ella.
Se levantó angustiada y buscó su imagen en el espejo, como si ese ruido además de perforar sus tímpanos, hubiese marcado también su cara. Cosa que evidentemente no había ocurrido, pero aún así, lloró.
Lloró por su soledad, por el deterioro evidente que su cuerpo, al margen de ella, había iniciado sin pedir permiso siquiera, prácticamente sin avisar. Lloró también por su juventud que ya sabía se había ido para siempre. Lloró por lo que no había hecho y ya no podría hacer nunca. Lloró también por todo lo que no se había permitido llorar hasta entonces, por todos los dolores que se había tragado sin más, para que los demás no la vieran, para no alarmar.
Y entonces se dio cuenta de que le esperaba un largo camino, un tortuoso camino ya siempre en declive y cuesta abajo, y comprendió que debía aprender de nuevo a vivir. A vivir de otra manera, con otros objetivos, más despacio, más calmada… para poder hacer las paces consigo misma, para recuperar el sentido de una vida que cada vez entendía menos…
Y con esa sensación de calma que produce el aceptar lo inevitable, se durmió.