¿HAY QUE ESTUDIAR ANDALUZ?
Vinculado al Estado de las Autonomías trajo la Transición un sorprendente interés por todas las cosas relacionadas con la patria chica y en especial por su historia: la propia ciudad, la provincia, la región… en resumen el terruño, la tribu. No es que antes hubiera faltado quien investigara la historia local: en ningún sitio faltaba un erudito que contaba a sus vecinos que el puente sobre el arroyo no estaba allí desde el principio de los tiempos sino que era obra de romanos, moros o quienes fueran; que la imagen de la Patrona apareció en tal fecha con sus maravillosas circunstancias; que cuando la invasión francesa intentaron los gabachos entrar en la villa pero los aventaron los mozos a pedradas al llegar al desfiladero, o que en tal año el rey pasó por allí y le encantaron las castañas. Pero ese erudito era visto como un bicho raro y no le salían fácilmente imitadores.
Todavía no se había aprobado la Constitución cuando en 1976 se celebró el Primer Congreso de Historia de Andalucía. Fue como un aperitivo. Muchos estudiosos tuvieron ocasión de presentar sus comunicaciones y las actas fueron publicadas por una caja de ahorros que aún no había sucumbido a la rapiña de los políticos. Quizá lo más llamativo sea que estas actas se vendían, entre otros muchos sitios, en la librería de El Corte Inglés, lo que nos puede dar idea de su difusión, pues no es corriente encontrar actas de congresos en ese lugar (y casi en ningún otro).
Con los gobiernos regionales (léase autonómicos) llegó el despiporre: concretamente en Andalucía, que es a donde me voy a referir, a pesar de que aquí no somos muy de inventar patrias, se llenaron los comercios de artículos “andaluces”: libros para todos los gustos, pero también llaveros, banderitas de tela que se cosían o pegaban en cazadoras y pantalones, otras en pegatinas para carpetas de los escolares, barajas y mil baratijas. Si se vendían esos libros era porque no faltaba gente que los comprara y muchos aficionados a darle a la pluma, que quizá se hubieran dedicado a escribir otras cosas, empezaron a producir todo tipo de obras sobre nuestra pequeña historia.
Fue por entonces, aunque no recuerdo el año, cuando un inquieto y avispado escolapio llamado Enrique Iniesta abrió en Sevilla, en el recoleto Pasaje los Azahares, una librería especializada en temas andaluces que bautizó como El Toro Suelto. El marbete “temas andaluces” era muy amplio, pues lo mismo se vendía allí una Historia de Sevilla, que cualquier obra de un autor andaluz aunque nada tuviera que ver con Andalucía, o la de un extranjero sobre nuestro folklore o personajes de esta tierra.
Allí recalé alguna vez cuando regresaba de dar una vuelta por el mercadillo del jueves y “cervezear” con mi amigo Salva Monteagudo y, como en aquellos días andaba yo buscando información sobre el bandolerismo andaluz -antes de asentarse en las instituciones hubo un tiempo romántico en que los ladrones “en Andalucía / por los caminos andaban / a los ricos los robaban / y a los pobres socorrían”-, compré varios volúmenes de la editorial Turner relacionados con la cuestión: Caciques y ladrones, del comandante Rafael García Casero; El bandolerismo andaluz, de Constancio Bernaldo de Quirós y Luis Ardila; Historia verdadera y real de la vida y hechos notables de Juan Caballero Pérez, vecino de Estepa, villa de Andalucía, escrita a la memoria por el mismo, que quizá, si es auténtico, sea el único libro de memorias escrito por un bandolero, pues las del Vivillo fueron redactadas por un periodista al que el interesado había contado previamente su vida en interesada versión, y alguno más. Aunque ajeno al tema “bandoleril”, también adquirí en El Toro Suelto el ideal andaluz de Blas Infante, cuya lectura me vacunó per saecula saeculorum contra cualquier atisbo de nacionalismo andaluz. Todos aquellos libros dormitan ahora criando telarañas en una segunda fila de mi bibliotequilla.
Como según sentencia del Guerra (el torero, no el político) “hay gente pa tó”, las fantasías “infantianas” han colonizado las meninges de algún que otro profeta del absurdo y tenemos quien nos predica una vuelta a la Andalucía de Motamid y el Moro Muza, aunque haya quien se quede con la de Lolita Sevilla en Bienvenido Mr. Marshall.
Soy andaluz, lo fueron mis padres y abuelos y muchos de mis ancestros aunque, como en cualquier familia, no falten antepasados de otras regiones y naciones. Y quiero a mi tierra, pero no me reconozco en la caricatura que algunos majaderos me quieren vender. Valga de ejemplo el caso de una senadora del partido Adelante Andalucía -Pilar González se llama la muchacha- que con otros de su cuerda anda entretenida en una cruzada que nos libere de la “opresión del nacionalismo lingüístico español”, que es el angustioso problema que no nos deja dormir por las noches. Para más avalar la gilipollez entrecomillada se atribuye a un catedrático, como si el desempeño de una cátedra fuera un antídoto contra la estulticia.
Hasta ahí todo normal dentro de esta casa de putas que es la política española, pues ya decían nuestros abuelos que cuando el Diablo no tiene qué hacer, mata moscas con el rabo. Lo peor es que cuando estos tipos (y tipas por ser alguna vez paritario) empiezan así, no tardan en sacarse de la manga el correspondiente pesebre del que terminan convirtiéndose en distribuidores del pienso y principales cebones, con la consiguiente repercusión en nuestros bolsillos.
Sin un currículo viajero como los de Phileas Fogg o Marco Polo, uno ha viajado lo suficiente por Andalucía para advertir que el habla de unos pueblos poco tiene que ver con el de otros, para poder referirnos a un habla andaluza. Busquen similitudes, por ejemplo, entre la pronunciación de un habitante del gaditano barrio de La Viña, con la apanochada de otro de Cuevas del Almanzora. No faltan ocasiones en que incluso entre dos pueblos cercanos se aprecia la diferencia: cuando yo era un crío venían a nuestra casa motrileña amigos de lugares cercanos donde mi padre había estado destinado como carabinero y, sin haber estudiado fonología, identificaba por el habla a los provenientes de Salobreña. Puede que hoy sea distinto, pues es más frecuente el contacto entre los vecinos de ambas localidades y no en vano la televisión es un elemento uniformador.
Pero ellos van a lo suyo y andan dale que te pego con sus paridas. Habla la tal de “una propuesta ortográfica teórica” en la que “filólogos e informáticos” distraen sus ocios transcribiendo ese idioma inventado que unas veces nos recuerda los sainetes de los Quintero y otras los abracadabrantes monólogos de Chiquito de la Calzada. Por lo pronto asegura que lo realizan a su costa, ¡oh, el altruismo!, pero ya llegará la subvención. Vanos intentos, pues al final, si somos radicales, lo que habría que imponer por decreto y bajo pena de horca o lapidación, es el uso del alifato como preconizaba Blas Infante (lo del alifato, no las penas).
Dedíquese la señora senadora a solucionar los muchos problemas de sus electores, que no son embarcarse en quimeras, si no quiere pasar al chusco inventario de tipos pintorescos como el Risitas, el atormentado obispo de Solsona, o aquella Señorita Rata, llegada de no sé qué país de las Américas para alojarse en una casa en ruinas que aseguraba había pertenecido a sus antepasados, que en los años de mi infancia suscitaba la curiosidad de los críos y la rechifla de mayores poco piadosos ante su extravagante aspecto y desatinado discurso.