LA FUERZA DE LOS DESEOS
Soledad acariciaba su vientre tan abultado ya, que parecía querer escaparse de su cuerpo, sin seguir los cauces normales de cualquier nacimiento. La criatura que se albergaba en sus entrañas la hacía sentirse tan feliz, que hablaba con ella con la convicción, de creer incluso escuchar sus respuestas.
En el tiempo de su embarazo, aún no existían las ecografías ni ninguna de esas máquinas que permitían ver lo que aún era invisible, pero en esa antigua sabiduría que las mujeres albergan en su interior, ella sabía que su criatura era una niña.
Le había puesto hasta nombre: Isabel. Aunque ella la llamaría Maribel. No sabía muy bien porqué pero ese nombre le vibraba por dentro como si fuese música celestial y aunque este extremo no se lo confesó a nadie, ella estaba convencida de que había sido la criatura quien desde su cálido nido, se lo había hecho saber.
Faltaba poco para el feliz día en el que vería por fin la carita de su hija, cuando unas fiebres de origen desconocido amenazaron su vida de tal manera, que los suyos llegaron a temer seriamente por ella.
De manera que cuando nació la niña, su padre, asustado ante la frágil salud de su joven esposa, quiso bautizar a la pequeña con el nombre de su progenitora, ya que si algo ocurría, quería que al menos el nombre de la mujer que tanto amaba permaneciera para siempre.
Así pues Marisol llegó a este mundo, con un nombre que no era el suyo. Afortunadamente su madre se recuperó de la extraña dolencia que casi acaba con ella y pudo consagrarse en cuerpo y alma a esa pequeña con nombre cambiado.
Soledad, como casi todas las personas que han estado cerca del otro lado, tenía un brillo especial en los ojos y el amor que en su interior albergaba, se salía por ellos en cada mirada.
Era una mujer buena, sus sentimientos eran tan nobles y su capacidad de entrega tan real que la fuerza de sus deseos solía traspasar las barreras de lo aparentemente normal.
Su pequeña fue creciendo con su mismo nombre, pero sin embargo enseguida comenzó a producirse un fenómeno que la acompañaría mientras viviera.
La primera vez que le ocurrió fue en el colegio, con una vieja profesora, tan vieja que nadie entendía muy bien porqué seguía dando clases, pero cuyo trato con los más pequeños era tan cálido y afectuoso que jamás nadie profirió queja alguna por sus muchos años. La buena mujer, siempre que se dirigía a Marisol, la llamaba Maribel. La niña le repitió una y mil veces que ese no era su nombre, pero la anciana maestra le decía siempre que sería cosa de los duendes, pero que cada vez que la miraba, aunque sabía de sobra su nombre, no podía evitar referirse a ella con ese otro.
Enfadada unas veces y compungida otras, la pequeña llegaba a su casa contándole a su madre la confusión que con su nombre se creaba la maestra primero y tanta gente después.
Soledad le contó mil veces la historia de su deseo y cómo ese nombre vibró dentro de ella mientras estuvo embarazada. Era como si ella misma desde dentro le susurrase su nombre.
Con los años y con el transcurrir de la vida, Marisol continuó su periplo por esta tierra, sin acostumbrarse del todo a esa ambivalencia nominal.
Vivían en un pueblo pequeño, donde todos se conocían y todos sabían de sobra cómo se llamaba. A pesar de ello, todavía de vez en cuando alguien pasaba a su lado y saludándola de pasada se refería a ella con el otro nombre, con ese que su madre tanto deseó. Ya no le molestaba, pero no podía evitar que un cosquilleo extraño la removiese por dentro cada vez que lo escuchaba y a veces se preguntaba si había vivido la vida equivocada por haber llevado el nombre que no le correspondía, sin saber que la fuerza de los deseos no desparece nunca.