SOLDADOS, GUERRAS Y PLAGIOS
En manuales de Historia de la Literatura podemos leer que el escritor de la antigüedad no tenía tan asumido como ahora el concepto de autoría y por eso entraba a saco, sin escrúpulos de conciencia, en los escritos ajenos y, vistos los innegables débitos de notables obras con otras que las precedieron, así parece ser. Solamente en el límite extremo del plagio descarnado y más o menos literal se revolvía el padre de la criatura si es que aún andaba por este mundo. Es lo que sucedió con un tal Fidentino que, allá por la segunda mitad del siglo I después de Cristo, en tiempos de Domiciano, tuvo la jeta, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, de arrogarse la autoría de unos versos del hispano Marcial, que seguía vivito y coleando en la Ciudad Eterna.
Se cabreó Marcial y redactó un epigrama en que inmortalizó para la posteridad al vulgar plagiario, aunque no precisamente para elevarlo al Parnaso, sino hundiéndolo en el cenagoso lodazal de los robadores de méritos ajenos: “Corre el rumor, Fidentino, de que recitas en público mis versos, como si tú fueras su autor. Si quieres que pasen por míos, te los mando gratis. Si quieres que los tengan por tuyos, cómpralos, para que dejen de pertenecerme.”
El concepto de plagio ha ido cambiando con el tiempo, pues si en un primer momento se consideraba tal la copia pura y dura de texto, o la imitación servil de argumentos (más claramente detectables en narrativa) y que es lo que en sustancia viene a recoger el último diccionario de la RAE publicado en papel donde se define el verbo “plagiar” como “copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”, actualmente va más allá. En unas normas de la Complutense que podemos considerar un manual de buenas prácticas, se incluyen como usos incorrectos, entre otros:
“Incluir frases, párrafos o ideas de otros autores o autoras sin citar su procedencia o autoría. (Aunque ya se infiere de las comillas, el transcriptor de este párrafo jura por Tutatis que no se hace responsable de ese “autores o autoras”, fruto genuino del caletre de algún gilipuertas de la Complutense).
“No emplear las comillas en una cita literal.
O “Dar información incorrecta sobre la verdadera fuente de una cita”.
Por supuesto tanta rigidez está pensada para trabajos académicos o de cierta entidad. Exigir eso en un artículo de periódico escrito a vuelapluma sería pedir peras al olmo, por falta de tiempo y por no agobiar al paciente lector pero, como diría mi amigo Antonio Vargas Rivas (que Santa Gloria haya aunque no creyera mucho en el Más Allá), al menos una “mijica” de decoro, porque la soberbia nos puede empujar por el despeñadero del ridículo.
Nunca como en la actualidad se ha plagiado tanto y quizá tampoco el público en general haya tomado conciencia como ahora del fenómeno. La causa no precisa intrincadas averiguaciones: tampoco nunca se ha escrito tanto como ahora: más gente -mucha con estudios- así como mayores facilidades para la escritura con el tiempo libre y los recursos que la informática proporciona. En cuanto a la pública percepción, no habrá que insistir en la demasiada frecuencia con que gente popular (políticos que no citaré pues son de sobra conocidos y no me apetece ensañarme, “famosos” y especímenes varios) se dejan arrastrar por el demonio de la vanidad, metiendo sus sucias manos en las mochilas ajenas, unas veces con el descarado corta-pega y otras, más sutiles, salteando ideas y olvidando declarar el puerto de Arrebatacapas donde las recolectaron.
Ha llegado el abuso a tal extremo que ya son muchos los que se rebelan contra esos desahogados dando lugar a denuncias y reclamaciones. Por no hablar de España donde hay para un mamotreto más gordo que las obras completas de Lope de Vega, voy a recordar un caso reciente ocurrido en Italia, bello país que puede competir con el nuestro en sinvergüenzas por metro cuadrado.
Resulta que en 2003 y en la editorial Carocci publicó Giampiero Brunelli el libro Soldati del papa (“Soldados del papa”). Giampiero es actualmente docente en La Sapieza, la Universidad de Roma y un día, intentando localizar en internet un párrafo de su antigua obra, le apareció al momento… pero a nombre de otro: un tal Giuseppe Staffa, de apellido realmente descriptivo para nuestros oídos, aunque la palabra en italiano tenga otro significado. El tal Staffa había publicado en 2016, y en la Newton Compton Editores, un libro titulado Le guerre dei papi (“La guerra de los papas”). En principio nada de particular. Dos libros que al tratar de asuntos relacionados (milicia y guerra dentro del ámbito del poder temporal de los papas) pueden tocar puntos comunes. Lo que desafiaba la normalidad es que, como el señor Brunelli pudo comprobar, el espabilado plagiario había copiado párrafos enteros de su Soldados del papa, incluso con alguna errata, que constituían el 6% del volumen (más de 40 páginas).
De este espinoso asunto hemos tenido conocimiento por una circular de la FEHM , pues habiéndolo comunicado el perjudicado a la SISEM (Sociedad Italiana para la Historia de la Edad Moderna) esta entidad lo ha trasmitido a otras de diversos países para que se tome conciencia del problema y caiga la vergüenza sobre los autores de tales fraudes. El caso estaba denunciado y presumiblemente el pasado marzo debió verse en un Tribunal de Roma especializado en este tipo de delitos, aunque ignoramos el resultado, pues a la prensa no parecen interesarle estas prácticas bochornosas.
Como remarca la Complutense en unas normas sobre el uso de detalles publicados por otros, “el plagio es un fraude ya que implica aprovecharse del esfuerzo de los demás”. Por supuesto pueden usarse los trabajos ajenos, pero exige la ética citar al autor de donde se tomaron. Lo que ocurre es que existen personas poseídas de un adanismo patológico que, en su soberbia, se dejarían despellejar antes de reconocer que una parte de lo que escriben, por pequeña que sea, es deudora de la labor de otro.
En ocasiones el plagiario se da de bruces leyendo aquí y allá con una información que desconocía y le llama la atención. Procura informarse sobre el asunto para amplificarlo y servirse de él, presentándolo como si se tratara de un fruto exclusivo de su investigación, eludiendo el enojoso trámite de la cita, lo malo es que a veces la fuente es tan escueta o descontextualizada que, por mucho que indague, nada más encuentra. Y como ni la vanidad ni la pedantería tienen límites, no falta quien para emperifollar aquel magro producto recurre a la imaginación adornándolo con datos espurios.
Aquí estaríamos en algo peor: la falsificación de la Historia, de la que hay divertidas muestras y que bien merecen sacarlas a la luz para escarmiento del pecador y aviso de navegantes en este loco mundo de internet. Otro día volveremos sobre el tema.