LOS CUENTOS DE CONCHA

LA CASA

Concha Casas -Escritora-

A veces los lugares adquieren vida propia, se van impregnando de los sentimientos, emociones y vivencias de quienes tienen el privilegio de sentir. Y lo que en principio era algo inanimado, acaba adquiriendo vida  a través de la energía que todo lo nombrado anteriormente va creando.

Eso fue lo que sintió Ana al despedirse de la que había sido la casa familiar durante más de cincuenta años.

La recorrió pieza a pieza y la película se su vida se desplegó ante sus ojos en cada recodo, en cada habitación.

Escuchó la música de Tío Alberto y vio como agarraba a su frágil abuela del talle y comenzaba a girar con ella en un baile que despertó la risa de la anciana y que en ese momento, tantos años después, volvió a resonar entre esas paredes de las que ahora se estaba despidiendo.

Su padre, fallecido hacía tanto tiempo, volvía a estar sentado en la mesa de su despacho y ella y su hermano, niños aún, volvían a reptar por el suelo intentando llegar a él para darle un susto que él siempre fingía sentir, aún habiéndolos visto desde que atravesaban la puerta.

Su hermana mayor volvía a bailar en esa pieza donde celebró sus quince años y ella, apenas con diez, la observaba envidiando esos años que las separaban y que entonces le parecían un abismo.

También su hermano pequeño jugaba en la alfombra del salón, siempre tan bueno, tan tranquilo, tan lejos de la tortura en que la vida acabaría convirtiendo su paso por la misma.

Y su madre, bendiciendo eternamente la mezcla de harina con la que haría los rosquillos, “crece masa como la virgen creció en su divina gracia”…

Luego se precipitaron los recuerdos encerrados en aquella casa que siempre sería su hogar. El dolor de la adolescencia, de los primeros amores, las amigas, los estudios, los viajes lejos de la familia y de esos muros… y el terrible dolor de las primeras ausencias…

De todo ello se fueron impregnando esas paredes y por eso ahora, al despedirse, le mostraban todo lo que habían acumulado a lo largo de los años.

El nacimiento de nuevos miembros de la familia, la llegada de otros que se quedarían también para siempre.

Las peleas y discusiones que a veces llevarían a desencuentros de años… y el amor, tras todo eso el amor que amalgamaba como si fuera cemento el sentir de tanto tiempo.

Ahí se pusieron las bases de las que habrían de ser las vidas de todos los que habitaron la casa. Los errores, los aciertos, los  éxitos, los fracasos…

Esas paredes contemplaron la plenitud de sus padres y vieron poco a poco la decadencia que el paso de los años provoca en los cuerpos que tienen la suerte de llegar a la edad tardía.

Todas las etapas desde la niñez a la madurez pasando por la adolescencia y juventud fueron contempladas por ese piso que sus progenitores  compraron nuevo, para comenzar una nueva vida que nunca llegó a ser como esperaban…

Ahora eran ellos, los hijos, los que empezaban a traspasar el umbral del último tercio de sus vidas, cuando el peso de las mismas había aplacado la alegría y el entusiasmo que allí había conocido su máximo esplendor, y eran ellos quienes tenían  que deshacer lo que con tanta ilusión se había ido construyendo a lo largo de sus vidas.

Por eso, al escuchar las viejas canciones, las risas y los llantos que allí se hospedaban, supo que nada de eso desparecería nunca, que habitaría para siempre en sus corazones, porque era su historia la que estaba escrita entre esos muros y que nada ni nadie los apagaría nunca.

Aún así no pudo evitar que las lágrimas rodasen por sus mejillas cuando cerró la puerta de la que había sido su casa por última vez, despidiéndose de esa parte de su historia, que aunque iría con ella, se quedaba también allí para siempre.

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