LOS CUENTOS DE CONCHA

MEZCLAS

Concha Casas -Escritora-

Laura siempre recordaría  el día en que su abuela se cortó el pelo. Era ya muy mayor, en realidad para ella siempre lo fue, pero ahora calculándolo, tendría unos 70 años, relativamente cerca de los que cubrían su cuerpo  hoy en  día.

Ella no quería hacerlo pero su padre odiaba el pelo largo. Se pasó media vida persiguiendo a todas las mujeres de la casa  para que se lo cortasen.

En aquel lejano tiempo tan distinto a este, él argumentaba que el pelo largo era de gitanas. Con toda la carga peyorativa que cabe imaginar y que hoy nadie se atrevería a decir por ser absolutamente incorrecto el comentario … con razón.

Pero entonces nadie se planteaba ciertas cosas y lo que ordenaba el hombre de la casa, podía llegar a tener fuerza de ley. Menos para sus hijas,  curiosamente la autoridad del  padre quedaba siempre sepultada por la infinita ternura con la que las trató siempre.

El caso es que a esa avanzada edad, su abuela entró por el aro y fue a cortar la larga trenza que se recogía en un eterno moño que ya la iba a abandonar para siempre.

Laura tendría unos seis años pero todavía  recordaba la voz de su madre pidiéndole al padre que cuando volviese la abuela, le dijese algo agradable. 

– Dile que está bien. Casi ordenó más que sugirió.

Y recordó también a  su padre, casi en un susurro y sin apenas vocalizar, obedecer a tal premisa apenas llegó su abuela sin su cabello, perdido ya para siempre.

En esa escena apareció también la espera. Sentados en la terraza de un pastelería comiéndose un pastel que llamaban “pañuelo”, relleno de crema y que era uno de sus favoritos.

Se mezcló el dulce sabor con la amarga pérdida que a su abuela le supuso desprenderse de uno de los atributos que más la caracterizaron durante toda su vida.

Y al hablar del pelo y de lo poco que a su padre le gustaba, inevitablemente vino  a su recuerdo su muerte. Mezclas de sabores, de recuerdos, de imágenes.

Llorando sobre él, mi papi, mi papi, decía, mientras su larga melena se derramaba sobre esa cara que tanto amaba y que ya nunca más vería.

Y de nuevo escuchó la voz de su madre también como en aquella lejana ocasión.

-¡ Con lo poco que le gustaba a él el pelo, le has tapado la cara con él!

Porqué se graban determinados recuerdos en la mente y se quedan en ella por siempre es algo inexplicable. Quizás como  la magdalena de Proust. El cerebro guarda cientos de historias, sabores, olores, sonidos… que de repente nos sorprenden y trasladan a otro momento. El olfato es el sentido más evocador porque tiene conexión directa con el almacén de la memoria. Aunque en este caso no fue el aroma del dulce mojado en el té el que la trasladó tan lejos, a otra vida que ya casi ni era la suya, sino el tacto.

Al tocar un mechón de pelo que cayó sobre sus ojos, se puso en marcha la maquinaria del tiempo que la llevó hasta su abuela y luego a su padre…Siempre los dos. Curiosamente siempre unidos en su sentir. Sus dos  ángeles guardianes que se convirtieron en etéreos casi a la vez.

Otra paradoja más. Ellos prácticamente ni se hablaban, no por nada. Sino por esas costumbres que se acaban convirtiendo en norma. Apenas se daban los buenos días cuando en contadas ocasiones se cruzaban por el pasillo.

-Esta mujer nos va a enterrar- decía su padre tantas veces, que su exclamación acabó convirtiéndose en un decreto. No tardó ni un mes en irse tras ella.

Con ellos se fueron muchas cosas, incluida esa familia, que poco a poco fue desgajándose, como casi todas. Quizás la familia sea la infancia, ese lugar donde la muerte no existe y quizás por eso cuando llega lo arrasa  y arrastra con todo.

Con ellos se fueron la inocencia, la incondicionalidad, la unión y la armonía que siempre existió en esa casa que mientras ellos la ocuparon tuvo categoría de hogar.

Laura echó hacía atrás el mechón de pelo que se había convertido en una máquina del tiempo y limpiando las lágrimas que asomaban a sus ojos, siguió con lo que estaba haciendo.

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