LA FONDA DE DOÑA AVELINA
El viajero que llega hoy a Motril buscando alojamiento y satisfacer el apetito encuentra una mejorable oferta de hoteles, otra más generosa de hostales aunque alguno de estos últimos no incluya servicio de comedor, y una magnífica variedad de restaurantes. Hasta los años cuarenta del pasado siglo -quizá un poco más- esas obras de misericordia de dar de comer al hambriento y posada al peregrino se ejercían en hoteles, fondas y posadas. De todos estos establecimientos el que mejor conocí en aquellos lejanos tiempos fue la fonda de doña Avelina Espinosa Sánchez que se encontraba, muy cerca de mi casa, en el que entonces era número 4 de la plaza Gaspar Esteva.
Aunque en mi memoria parecía haber estado allí “desde siempre”, me contó el que fuera cronista de Motril José López Lengo que antes de la guerra había conocido viviendo en aquella casa al cura Barranco, el que fuera capellán de la iglesia del Carmen, quien salía a ejercer las ocupaciones de su ministerio a lomos de su burra “Estrella” (según Paco Pérez su nombre era “Perica”, pero no vamos a entrar en disquisiciones por una cuestión de onomástica borriqueña). Este sacerdote utilizaba todo el edificio. Por el contrario, doña Avelina tenía el domicilio y hospedaje en la planta alta, estando la baja ocupada por tres negocios: la tiendecilla y vivienda de Frasquito el Tocinero en lo que fue cuadra, un local del que se decía que tenía mal fario porque nada allí prosperaba y el taller de Caramelo con puerta a la Cruz Verde.
Frecuenté durante mi infancia aquella fonda donde también habían instalado su domicilio los dueños, porque doña Avelina y mi madre, naturales ambas de Salobreña, habían mantenido en su pueblo cierto grado de trato amistoso aunque la primera, que vino al mundo un 25 de mayo de 1890, era unos once años mayor. Cuando al terminar la guerra mi familia se estableció en Motril y se produjo el reencuentro la diferencia de edad no era tan manifiesta, por lo que su amistad se robusteció. Ambas eran de una acendrada religiosidad y les encantaban los pasteles. Decían mis hermanos: “Si algún día se pierden mamá y doña Avelina, habrá que buscarlas en la iglesia o las confiterías”.
Nunca me preocupé entonces de indagar sobre la genealogía de esta buena vecina y cuando lo intenté recientemente, ni ella ni mi madre estaban ya para ayudarme. Mis hermanos sólo me aportaron el dato de que en Salobreña era conocida como “Avelina la del Beto”, con lo que supuse que el padre o alguno de sus antepasados pudo llamarse Alberto. Debía tener poca familia porque jamás conocí parientes que la visitaran excepto una niña llamada Teresita Benavente Bacas, que de tarde en tarde llegaba desde el pueblo vecino y al no compartir apellidos debía tratarse de un parentesco lejano. Por suerte mi amigo José Pérez Martín, al que acudo cuando de genealogías salobreñeras se trata, me aclaró que su padre fue Francisco Espinosa Pérez natural de Caniles de Baza y la madre Amalia Sánchez Sola nacida en Ansó, provincia de Huesca. Los abuelos paternos eran de Caniles de Baza. En cuanto al abuelo materno fue un carabinero natural de Trubia en Asturias, que llegó trasladado al puesto de La Caleta y estaba casado con una joven de Ansó. En Salobreña tuvieron tres hijos más que murieron prematuramente. Por lo que respecta a Teresita era hija de un primo hermano de mi vecina.
Doña Avelina estaba casada desde 1914 con Paco Corral González, cuyo padre José Corral Donaire había llegado de Almuñecar y se desposó en Salobreña con Encarnación González Arnedo. El matrimonio no tuvo hijos y quizá por eso les encantaba que yo estuviera en su casa y cuando decía de irme siempre encontraban pretextos para retenerme un rato más. Pero, si carecían de descendencia, en cambio les acompañaban dos o tres gatos gordos, holgazanes y lustrosos, que entretenían sus ocios sesteando en los sillones o afilando las uñas en puertas y patas de la mesa, y que eran el principal atractivo que incentivaba mis visitas.
Un tipo curioso Paco Corral. Muy alto, con buena proporción de peso, siempre vistiendo chaqueta y tocado con sombrero de fieltro de un modelo muy popular en el Motril de aquellos años, y que manufacturaba nuestro vecino Larios en su sombrerería de la calle Milanesa por lo que, sin perder calidad, salía más barato que los de marca traídos de Madrid o Granada. De semblante serio pero afectuoso, pausado en el hablar prefería escuchar a su interlocutor y cuando exponía sus opiniones las presentaba aderezadas con un ligero toque de ironía. Tenía una carpintería por la rambla del Manjón a la que acudía cada mañana con un bocadillo y algún libro o revista. A veces de camino compraba medía botellita-no más- de vino de Molvízar en la taberna del Lobo. Yo, que pasé algunas veces por allí, lo encontré siempre leyendo junto a algún trabajo de carpintería a medio terminar. Sería coincidencia.
Disponían en la fonda de una pequeña repisa donde siempre había a disposición de la clientela, junto a revistas y periódicos más o menos atrasados, un exiguo rimero de libros, siempre variante pues el cliente que se encaprichaba con uno se lo llevaba sin tener que dar explicaciones mientras otros dejaban allí el que ya no les cabía en la maleta. Pero el libro favorito de Paco era la novela Los quinientos millones de la Begún, de Julio Verne, que tenía en una edición de Ramón Sopena encuadernada en cartoné. Aseguraba que era la mejor novela que se había escrito jamás y que se podía considerar una parábola de cómo el trabajo hacía progresar a la Humanidad. La leía y releía y esa sí la mantenía a buen recaudo fuera de las zonas comunes sin permitir que cayera en manos ajenas. Yo, al oír su apología del trabajo, dudaba si me estaba tomando el pelo o hablaba en serio porque Paco era más bueno que el pan, pero se tomaba sus tareas laborales con la mayor pachorra del mundo.
Cuando después de cuatro años ausente de Motril regresé en unas vacaciones el verano de 1952, debió considerar mi vecino que ya estaba preparado para el gran libro y me prestó la novela recomendándome la leyera despacio. Creo fui el único al que concedió tal honor y nunca lo hubiera aceptado porque cada vez que coincidíamos me hacía un examen a fondo sobre detalles de la lectura que se sabía casi de memoria.
Muy distinta de carácter doña Avelina -¿por qué le adjudicaría el pueblo un “don” que se negó al esposo a pesar de que en su pueblo había sido concejal?- era dicharachera, con una arrolladora simpatía y cuando se encontraba en confianza narraba unas descacharrantes y disparatadas historias asegurando, como el desaparecido Paco Gandía, que eran verídicas.
Contaba en una de ellas que en cierta ocasión llegó a Salobreña por las fiestas desde un pueblecillo serrano un joven asilvestrado que le presentaron por ser pariente de unos vecinos. Nada le dijo entonces pero tras marcharse le escribió una carta en que le declaraba su amor con un vocabulario entre rústico y del año de la pera, de la que solamente recuerdo la frase: “m’enamorao de usea, porque usea tiene una entaúra perfeta”; que no creo sea preciso traducir como “Me he enamorado de usted, porque tiene una dentadura perfecta”.
También que cuando ella y Paco planificaban su boda con intención de pasar en Granada la luna de miel, un vecino que solía viajar a la capital les recomendó un determinado hotel, el más moderno, ponderando sus exquisitos menús y lo lujoso de las instalaciones, terminando su loa con estas palabras: “en ningún otro hotel de Granada tienen tazas de váter como las de allí”.
Llegó el momento, se alojaron en el hotel recomendado y a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, cuando el camarero preguntó qué iban a tomar, ella respondió: “Por favor, a mí me va a traer una taza de váter”. El pobre hombre se quedó ojiplático. Y cuando lo contaba añadía: “¿Cómo iba a saber yo que esa palabra tan rara era lo que siempre habíamos dicho el escusao?”
En otras ocasiones recordaba la primera vez que asistió a un partido de fútbol. En un momento dado un jugador cometió una falta y el público gritó: “¡Penalti, penalti!”. Aquel joven le había caído bien y creía que ese sería su nombre y que el público lo aclamaba, así que cada vez que el pobre chico tocaba la pelota ella gritaba: “Penalti, penalti!”. Y terminaba: “Había allí unos brutos que me querían matar”.
Con buena mano para la cocina, comentaban quienes allí se habían alojado que era la fonda motrileña donde mejor se comía. Eso sí: el menú era único, igual para todos, porque cartas no había más que las de una sobada baraja de Heraclio Fournier por si a los huéspedes se les antojaba echar una manita a la brisca. Entre la clientela, empleados de banca y muchos viajantes de comercio, profesión entonces muy en boga y hoy casi desaparecida por el influjo de internet. También cuando llegaban compañías de teatro acudían en busca de hospedaje. Un año, sería alrededor de 1947, contrataron en Motril a la banda de música del hospicio de Almería para intervenir en alguna fiesta: el presupuesto no debía ser muy boyante y mandaron allí un montón de críos en número desproporcionado a las camas disponibles. No sé cómo se las apañarían.
La última vez que vi a doña Avelina fue en febrero de 1962. Hacía algún tiempo que había cerrado el negocio, había quedado viuda y cuando supo que yo acababa de llegar se presentó en casa de mi madre. Estaba envejecida y subía las escaleras a gatas. Las bajaba de la misma forma pero, naturalmente, hacia atrás. Cuando escasos días después me despedí de ella lloraba diciendo que no nos veríamos más. Así fue. Pasados unos meses mi familia se marchó a vivir a un pueblo de Sevilla; yo no volví en muchos años, cuando lo hice encontré todo muy cambiado y de ella sólo unos pocos vecinos conservaban el recuerdo.