LOS CUENTOS DE CONCHA

LOS ÁNGELES

CONCHA CASAS -Escritora-

Casi todas las culturas cuentan con sus particulares entidades mágicas o divinas.

Una de ellas, curiosamente, aparece en las de casi todos los pueblos. Me refiero a los ángeles.

Cuando yo nací, el mundo se regía en términos religiosos, tanto es así, que para cualquier trámite burocrático o administrativo, exigían presentar una partida de bautismo. 

Todo estaba regido por la religión, por aquella paralizante y castrante religión, que nos tuvo presos de nosotros mismos tantos y tantos años.

Sin embargo, durante mi infancia, aquella infancia de días eternos y tiempo infinito, yo disfruté de la compañía de un ángel.

Debo constatar primero, que al menos en mi caso, integré a  los diferentes personajes bíblicos, divinos o humanos, tan fácilmente como lo hice con las hadas de los cuentos o los príncipes encantados.

Invocaba al genio de la lámpara, con la misma certeza con la que le hablaba cada noche a mi ángel de la guarda.

Por eso, cuando aquel primer día en el internado, la monja que nos recibió, le dijo a mi madre que me dejaba al cuidado de un ángel, yo me tomé aquella licencia al pie de la letra.

En el lejano y pequeño pueblo en el que había vivido hasta entonces, había una escuela en  la que apenas nos enseñaban a leer y a escribir. Por eso mis padres, a pesar de la difícil decisión que fue para ellos separarse de mí, decidieron que debían hacerlo por mi bien y por mi futuro, que soñaban mejor que el suyo.

Y así fue como con apenas diez años recién cumplidos, subimos a aquel tren que me separaría de la que había sido mi vida hasta entonces.

Recuerdo un viaje eterno, tan eterno e intenso como aquellos pocos años, lleno de emociones, sorpresas y descubrimientos. El olor de aquel vagón de tercera, a madera, a humo, a carbón; el sabor de la gaseosa, que mi padre compró en aquella concurrida estación, en la que por unos infinitos segundos, sufrí intensamente, pensando que no le daría tiempo a volver al tren. El paisaje cambiante, los álamos, el río, y las luces… sobre todo las luces, cuando nos acercábamos a alguna localidad importante. Se adivinaban en  el horizonte  y un hormigueo desconocido se apoderaba de mi estómago. Pegaba mi carita al cristal y contenía el aliento, imaginando mil fantasías escondidas tras aquellas parpadeantes luces.

El traqueteo del tren, moviendo nuestros cuerpos a su compás; el calor de mi madre,  sobre cuyo regazo dormí esa noche y sus caricias para despertarme, cuando llegamos a nuestro destino.

Ella debió sufrir mucho ese día, por eso yo no lloré, porque de alguna manera sentía que mi entereza, conjuraba sus lágrimas. Por eso también, me gustó esa monja, porque diciéndole a mi madre que me dejaba con un ángel, consolaba, o intentaba hacerlo, la congoja de su corazón.

El colegio, mi colegio a partir de entonces y para siempre, tenía la costumbre de que a las recién llegadas, las tutelara una alumna mayor, que recibía el título de ángel.

Yo, no sé si por mi imaginación, quizás enardecida por mi origen (vivir en contacto con la naturaleza, hace creer en lo imposible), o por el aspecto realmente angelical de mi protectora, asumí desde ese primer momento, que me encomendaban a una criatura  celestial.

Y así fue ella conmigo, de su mano aprendí a sobrevivir sin la seguridad de la familia, ni el calor de una madre. Me lo enseñó todo, desde  hacer la cama, a organizar mis tareas escolares. Me consoló en los momentos más duros y calmó mi angustia, cuando en ocasiones ésta me devoraba.

Años después, yo también tuve que hacer de ángel y procuré trasmitirle a aquella frágil criatura, todo el afecto y la protección que sentí con el mío.

Por eso, yo sé que los ángeles existen, y por eso he querido hoy escribir estas líneas, para agradecerle la calidez que sus alas aportaron a mi espíritu, cuando cada noche me acariciaba con ellas.  

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