CHAPARRAL
A lo largo y ancho de la vida nos vamos encontrando con personas que nos marcan de alguna forma. Es habitual, si alguna vez nos preguntan al respecto, contestar con nombres de maestros o maestras, escritores, músicos etc. Generalmente, necesitamos la perspectiva del tiempo para darnos cuenta, pero a veces ocurre, que te encuentras con alguien que desde el minuto cero, te hace consciente de que estás formando parte de la historia de una generación, un lugar, una forma de ver el mundo.
Paco Bonachera ha sido una de esas personas que han influido con su particular personalidad en muchos de nosotros; los hijos del Chaparral. Cada generación ha tenido su lugar identitario, pero en el Chaparral se fundieron muchas de ellas bajo un denominador común, su lema: “Carpe Diem”.
El Chaparral no era un sitio, era una prolongación de los brazos de su dueño, una casa de acogida, un templo de música, cera de velas y fotos. Miles de fotos que nos guiñaban desde detrás de la barra mostrándonos a nosotros mismos como protagonistas de la esencia del lugar. Nos hizo sentirnos especiales, diferentes del resto como si estuviéramos tocados por una suerte de gracia entre divina y pagana.
Sus bancos de la puerta han sido testigos de lo que hoy somos. Han acogido amores, desamores, soledades y excentricidades.
Los de mi quinta, los de otras quintas, encontramos allí toda una batería momentos, personajes diferentes que abrieron nuestros ojos a la maravillosa diversidad de los seres humanos.
No era el sitio, no era el RNR, no eran los cantos gregorianos, no eran los aplausos a los veteranos inconformistas, no eran los tupés, no era bailar… era Paco y su mala baba, era Paco y su corazón grande, era Loquillo tomando copas en esa barra, era el maese barbero, era Jordi, era el rocker, era el conde, era el ron pálido, éramos todos formando parte, perteneciendo.
Adiós, Paco Bonachera y por favor, que la tierra te sea muy leve.
Por, Teresa Martín Estévez
–Escritora–