LAS MIELES DE LA LIBERTAD
La primera vez que la vi, cuando Farida llegó a España, apenas tenía ocho años. No conocía el idioma, ni las costumbres, ni tan siquiera sabía muy bien lo que estaba ocurriendo. Por no entender, ni siquiera entendía ni porqué su familia se desplazaba.
Vivían cerca de Nador, en una pequeña aldea en la montaña. Su padre y su hermano mayor se habían marchado el año anterior y cuando hablaban con su madre, siempre le decían que pronto irían a buscarlas.
Pero en la infancia el tiempo es eterno y un año toda una vida, de manera que ella se había acostumbrado a la ausencia de los dos hombres de la casa y vivía feliz con su madre y su hermana, cuidando del rebaño, que desde que nació, suponía la única fuente de ingresos de la familia, hasta que su padre comenzó a mandar dinero tras su marcha.
Nunca fue al colegio, en la aldea había una pequeña escuela, pero ella debía cuidar las cabras, mientras su madre vendía la leche, o elaboraba el queso. Vivía libre y feliz, a esa edad en la que todavía nada es cierto y todo es posible.
Por eso cuando su padre por fin cumplió su promesa y vino a buscarlas, se aferró a la mano de su madre, sin entender muy bien porqué tenían que desprenderse del rebaño, que hasta hacía bien poco era considerado como un miembro más de la familia, o incluso más, ya que gracias a él comían. Mil veces le había dicho su madre, que Alá era muy bueno con ellos, habiéndoselo entregado.
Su carita, ese primer día, delataba el miedo hacia lo desconocido, aquí todo era diferente. Para empezar la obligaron a llevar siempre puestos esos molestos zapatos, que en su aldea solo consentía ponerse cuando el frío lo hacía inevitable. Por lo visto en el que iba a ser su nuevo hogar, siempre debería usarlos, incluso cuando el calor era sofocante.
Compartían piso con otra familia, primos de su padre, pero a los que ella no conocía. Habían llegado dos meses antes.
Los primeros días contemplaba la nueva realidad desde su ventana. Poco a poco fue familiarizándose con su nuevo entorno. Frente a su casa había una biblioteca, veía como los niños entraban y salían de ella.
Cuando su madre se aseguró de que era un sitio seguro, le permitió asistir.
El primer día que traspasó sus puertas, sintió que un nuevo mundo se abría ante ella. Iba asustada, eso saltaba a la vista. No mantenía la mirada y se escabullía ante ese extraño idioma, con el que se sentía más acosada que arropada.
Nunca había visto un libro, ni mucho menos entendía lo que contenían sus páginas, pero de alguna manera, intuyó que a través de ellos, podría descubrir mundos nuevos, incluido ese en el que se había instalado y que tan extraño se le antojaba.
En apenas un mes empezó a entender algo de ese idioma que al principio le resultaba absolutamente incomprensible y comenzó a ir a la escuela. Distinguir las letras y poder unirlas para leerlas, fue la llave que necesitó para abrir el tesoro, que aún permanecía cerrado para ella.
Estaba nerviosa, hasta entonces se había limitado a mirar las ilustraciones, que algunos libros tenían, pero nunca había pasado de ahí. Escogió uno pequeño, que ya conocía a través de sus dibujos y por primera vez miró la página de la izquierda, donde estaban las letras. Poco a poco fue desgranando la historia, que hasta entonces solo podía imaginar.
A la par que iba comprendiendo ese nuevo lenguaje, sus ojos comenzaron a elevarse, ya no le importaba enfrentar cualquier mirada, porque entendía los extraños sonidos y las palabras que con ellos se formaban.
Era lista y ágil, enseguida se integró en su nueva realidad y la hizo tan suya, como suyos fueron los montes donde correteaba con las cabras. Se empapaba de la libertad que respiraba y jugaba con el resto de los niños como una más.
Pronto comenzó a ser consciente de las diferencias que existían entre los suyos, su familia, y los otros, que ya empezaban a ser tan suyos como los primeros.
Participó en todos los actos que se organizaban en el colegio, también en los del día de la mujer y se empapó de lo que decían, y el contraste con su casa fue cada vez mayor.
Aprendía deprisa y comparaba también. Había nacido mujer en una sociedad, que oprimía a quienes pertenecían a su sexo. Ella respetaba las normas, pero algo en su interior iba revelándose.
En clase destacaba por encima de sus compañeros, muchos de ellos varones, y tanto sus profesores, como sus propios compañeros, aplaudían sus avances y sus triunfos. Por eso, cada día le costaba más doblegarse ante sus hermanos varones, en esa jerarquía inamovible que imperaba en su casa y en los suyos.
Su integración había sido tan fácil y cómoda, que nada en su comportamiento, ni en sus gestos, hacía pensar que procedía de una cultura tan diferente a la que habitaba.
Pero las apariencias no cuentan para esto, ella pertenecía a otro mundo, o al menos eso le seguían diciendo en su casa, y debía cumplir las normas que para ella se habían dictado, aún antes de que naciera.
Pronto cumpliría dieciséis años y entonces debería cubrir la hermosa cabellera, que desde su más tierna infancia, había sido la admiración de aquellos que la conocían.
El primer día que la vi con el velo, su mirada volvía a dirigirse al suelo, como en aquella primera ocasión, hacía ya tantos años, en que su imagen se cruzó conmigo.
Pero esta vez no era temor lo que se ocultaba en esos ojos, que intentaban esquivar cualquier mirada, sino rabia.
Por eso, cuando años después leí en la prensa que una joven marroquí había muerto víctima de una de sus extrañas y crueles leyes de honor, no tuve que mirar su nombre, ni leer su historia. Ya la sabía.
Farida había sido una víctima más de la intransigencia de una cultura, que se negaba a avanzar con su tiempo y que no entendía que cuando alguien ha probado las mieles de la libertad, no puede acostumbrarse a vivir sin ella.