LO QUE NO PUEDE SABERSE
Sara no podía dormir. El frío se metió en su cuerpo, primero como una sensación desagradable sin más, para ir poco a poco dando paso al dolor. Llegó a temer a lo largo de la noche, que se le congelaran las piernas.
Hacía dos años que se marchó de su casa, de su país, de su gente. Su alma libre le pedía volar y apenas pudo, eso fue lo que hizo.
Quería recorrer Europa entera. Y lo hizo como tantos jóvenes lo hacían entonces, haciendo autostop.
Necesitaba poco para vivir, siempre se caracterizó por su capacidad para adaptarse a cualquier situación. Trabajaba de vez en cuando, en la vendimia en otoño, en la recolección de frutos en primavera y en lo que a lo largo del camino le iba saliendo.
Dormía en las estaciones casi siempre, con su saco de dormir, porque en casi toda Europa tenían duchas para los viajeros. Tampoco necesitaba mucho para comer. De hecho pasó un verano entero a base de higos y almendras, y ni su salud, ni su ánimo se resintieron lo más mínimo.
En tanto tiempo de viajar y con tanta gente conocida, el balance era más que positivo. La gente, tal cual siempre pensó, era buena. Además ella siempre tuvo una intuición muy desarrollada que nunca la engañaba. La había heredado de su madre, que tenía el don de saber lo que en teoría no podía saberse.
Cuando algún coche paraba a su reclamo, ella se asomaba por la ventanilla y en un instante, los ojos del conductor le decían todo lo que tenía que saber sobre él… o casi de todo.
De hecho, la única vez que tuvo un problema grave, fue por no escuchar esa voz interior que la avisaba de cualquier peligro.
Estaba en Francia, recorría una zona casi desierta de casas o gente, y llevaba varias horas en la carretera sin que nadie parase. Solo los campos de trigo, inmensos, que al moverse con el viento le hacían sentir una perturbadora sensación de inquietud.
Atardecía cuando un vehículo azul oscuro pasó a su lado y frenó al verla. Al asomarse a la ventanilla no le gustó lo que vio. Los ojos de ese hombre no tenían vida, podían haber sido los de un tiburón. Pero estaba cansada, sola, y la necesidad de llegar a algún sitio habitado pudo a la prudencia que siempre la caracterizaba.
Se montó en el coche, y esa sensación primera de inquietud no hizo sino crecer. Apenas avanzaban, el conductor la miraba de una forma que lejos de tranquilizarla, la angustiaban a cada paso. Llegó incluso a preguntarle que porqué conducía tan despacio y le contestó que así podía verla mejor. Si no hubiese sido por el pánico que ya empezaba a sentir se hubiese reído por la similitud con aquel viejo cuento de caperucita y el lobo.
De pronto, como si olfateara su miedo, alargó una de sus manos y le presionó el muslo. Luego todo fue tan rápido que apenas al recordarlo podía reconstruir el orden de los acontecimientos.
Gritó, cogió su mochila y aprovechando la poca velocidad se tiró fuera del vehículo, que frenó apenas bajó del coche.
Instintivamente llevó la mano a su bolsillo y comprobó que el spray que le regalaron sus amigas cuando inició su aventura y que nunca había usado, seguía ahí. Lo sacó con el tiempo justo para poderlo rociar sobre la cara de él que para ella ya se había convertido en un monstruo, y apenas lo hizo comenzó una loca carrera colina arriba.
Mientras él se recuperaba, logró alcanzar la cima. Entonces miró hacia atrás y vio que el coche arrancaba en su dirección.
Se volvió hacia el campo y en una loca carrera se tiró al suelo esperando que el trigo la escondiera.
Enseguida escuchó el frenazo del coche y la voz amenazante profiriendo toda clase de insultos y amenazas…
El corazón iba a salírsele del pecho y sonaba con tanta fuerza que temió que él pudiese escucharlo. Sin embargo, su ángel de la guarda estuvo atento ese día, podía oír como los pasos se alejaban y la voz también. Su agresor iba en dirección contraria.
En esa pequeña tregua del pánico que ya se había instalado en ella, pudo escuchar como a lo lejos se oía el motor de otro coche. Sin pensárselo dos veces, salió disparada de su escondite y se lanzó con los brazos abiertos hacia el vehículo, que al verla se detuvo inmediatamente. Su ángel se había manifestado en la forma de una pareja tan amable como providencial.
Sin hablarles, ni preguntar se subió a la parte trasera… Todo había acabado. La llevaron al pueblo más cercano, a la comisaria y esa noche la cobijaron en su casa.
Eso recordaba cuando por fin salió el sol y empezó a recuperarse de esa gélida noche en la que ya se cumplían dos años de su aventura.
Llamó a su casa (todavía no existían lo móviles, lo hizo desde una cabina). Descolgó su madre.
Hija mía, ¿cómo estás? No he pegado ojo esta noche, ha sido tan real… soñaba que se te congelaban las piernas… ¿Cuándo vas a volver?
Y entonces Sara supo que su viaje acababa de terminar.